Las conversaciones más incómodas suelen empezar con una taza de café.
Sofía me había citado en nuestro lugar habitual, una cafetería escondida entre calles tranquilas, con olor a vainilla, madera húmeda y recuerdos de otras charlas que también dolieron. Nos sentamos junto a la ventana, como siempre, y antes de que yo pudiera inventar una excusa para hablar de otra cosa, ella se adelantó:
—Estás rara.
Le di un sorbo a mi café y rodé los ojos.
—Estoy cansada. Eso es todo.
—No —insistió, apoyando los codos en la mesa—. No es eso. Estás… distraída. Como si algo te estuviera pasando y no quisieras nombrarlo. ¿Es Lizzy? ¿El trabajo? ¿O es ese médico que de repente aparece en todas tus frases?
Me atraganté. Tosí. Literalmente.
—¿Qué? No aparece en todas mis frases…
—Elena, dijiste "Mark" tres veces mientras hablábamos de series. Y ninguna serie tenía un personaje con ese nombre.
Cerré los ojos. Tragué saliva.
—No es lo que piensas.
—No pienso nada. Solo observo. Y noto que estás sintiendo algo, aunque no quieras admitirlo. ¿Te gusta?
La pregunta me cayó como una piedra. No porque fuera ofensiva. Sino porque… no lo sabía.
—No sé. Es complicado.
Sofía me miró con esa cara que pone cuando intenta no juzgar pero no puede evitarlo.
—¿Por Lucas?
Asentí.
—Siento que al acercarme a alguien más… le estoy fallando. Que si dejo que otro entre en mi vida, estoy borrando algo. No sé cómo explicarlo. Es como si... tuviera un espacio reservado para él y nadie más.
Ella bajó la mirada, revolviendo su té con la cucharita.
—¿Y si ese espacio ya está lleno de recuerdos y no de amor real? ¿Y si no estás traicionando nada, sino dándote permiso para vivir de nuevo?
Me quedé callada. La cafetería seguía oliendo igual, la gente seguía riendo en otras mesas, pero yo sentía una presión en el pecho.
—Mark no es Lucas —dije en voz baja.
—Lo sé. ¿Y?
—Y… hay momentos en los que, sin razón, me siento segura con él. Como si ya lo conociera. Como si… mi cuerpo lo recordara, pero mi cabeza no lo aceptara.
Sofía levantó una ceja.
—¿Y eso no te dice algo?
—¿Qué quieres que haga? ¿Que lo invite a salir y le diga “oye, creo que me recuerdas a un fantasma”?
Sofía sonrió con suavidad.
—No. Solo quiero que te des permiso. Para hablar, para reír, para salir. Aunque sea contigo misma. No te estoy diciendo que te enamores mañana. Solo que te abrigues un poco. Que dejes que entre algo de luz.
Me apoyé en la mesa y suspiré.
—¿Y si no estoy lista?
—Entonces empieza por un café.
Me reí, por primera vez en días. Porque era eso lo que Sofía sabía hacer mejor: ponerlo todo en su lugar, pero con una sonrisa que no obligaba a nada.
Cuando salimos, el aire estaba fresco. No frío, solo lo justo como para hacerme sentir viva. Me abrigué más de la cuenta. No porque hiciera falta… sino porque, por alguna razón, sus palabras seguían resonando.
“Abrígate, Elena. Y déjate vivir un poco.”
Tal vez no era el momento de enamorarme. Tal vez ni siquiera era el momento de pensarlo.
Pero sí era hora de dejar que mi corazón saliera un rato de ese encierro silencioso en el que lo había tenido tantos años.