A veces, lo que más recordamos no son los grandes momentos, como las grandes confesiones, los discursos emotivos o las charlas largas. A veces, lo que se queda grabado son conversaciones pequeñas, esas que parecen no significar nada, que solo son frases sencillas, casi triviales pero dichas en un momento exacto, con una cercanía que no debería afectarte… y aun así lo hace, logra atravesarte. Y, horas después, descubres que sigues pensando en ellas, como si escondieran algo entre líneas. Como si, sin proponérselo, alguien encontrara una puerta abierta en tu mundo y se sentara ahí, sin pedir permiso, dejando un eco imposible de ignorar.
No sé en qué momento dejó de ser un “nos vemos en la consulta” para convertirse en instantes que me encontraba recordando a media tarde, mientras lavaba los platos o doblaba ropa. Momentos pequeños que se quedaban flotando en mi cabeza.
Hoy, por ejemplo, no había cita programada para Lizzy. Solo vine a recoger unos resultados de laboratorio. Entré pensando en salir rápido, entrar, firmar, tomar el sobre y marcharme, pero en cuanto lo vi, mi paso se volvió menos urgente.
Mark estaba en la recepción de pediatría, revisando algo en su tablet. Cuando levantó la mirada, fue como si hubiera interrumpido sus pensamientos… o tal vez me hubiera estado esperando.
—Hola, Elena —me saludó, con esa sonrisa que no es del todo médica ni del todo casual.
Su voz no tenía un tono íntimo, pero tampoco era la voz distante de un doctor que apenas recuerda el nombre de su paciente. Era… otra cosa.
—Hola —respondí, sin saber si decirle “doctor Rivera” o simplemente “Mark”—. Vine por los resultados de Lizzy.
—Ya los vi —contestó, y sonrió como si diera buenas noticias de forma personal—. Todo está normal. Puedes respirar tranquila.
Respirar tranquila… La forma en que lo dijo… no sonó como un informe. Fue más como un permiso para soltar un peso que ni siquiera sabía que estaba cargando.
—¿Y cómo está ella en casa? —preguntó, apoyando un codo en el mostrador, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Bien, más activa… aunque todavía se cansa rápido.
—Es normal. El cuerpo recuerda, se protege, incluso cuando uno cree que ya pasó lo peor, que ya está listo para seguir. —Dijo eso con un matiz que me hizo preguntarme si hablaba de Lizzy… o de sí mismo.
Lo siguiente fue inesperado. Pasamos de hablar de hemogramas a conversar sobre la rapidez con que crecen los niños, sobre cómo cada edad trae una mezcla de orgullo y melancolía.
—El tiempo con ellos no se mide en años, sino en centímetros en la pared —dijo—, y en pares de zapatos que dejan de servir de la noche a la mañana.
—Y en dibujos arrugados pegados en la nevera —añadí, sonriendo.
—Y en frases que te sueltan sin filtro y que te dejan pensando todo el día.
—Sí, como “mamá, te salió una arruga nueva” —reí.
—Espero que Lizzy no me diga eso a mí —contestó, con una sonrisa ladeada que tenía algo de travesura.
En medio de esas bromas, hubo un par de pausas breves. Silencios que no eran incómodos, pero que pesaban un poco más de lo normal, como si él pensara en algo que no decía. Y cuando me miraba en esos momentos, lo hacía como si intentara descifrarme… o tal vez recordarme.
No eran conversaciones profundas, pero tampoco vacías. Había una escucha real en sus ojos. Y eso me desconcertaba. Me escuchaba sin prisas, sin mirar a otro lado. Incluso cuando había pausas en las que no sentía urgencia por hablar. Y cada vez que lo hacía, él parecía guardar mis palabras como si fueran relevantes, más valiosas de lo que yo creía.
Entonces apareció una enfermera.
—Doctor Rivera, le necesitan un momento. —Lo llamó desde el pasillo.
Él se giró hacia mí antes de responderle.
—¿Me esperas un minuto? —dijo, con un tono que sonó más a súplica que a petición—. No te vayas. Cuando termine, quiero explicarte más sobre la deficiencia de G6PD. Así no tendrás que buscar en internet y asustarte con lo peor.
Asentí, algo sorprendida por la forma en que lo dijo. No era una invitación vaga, ni una frase al aire. Sonó como una promesa. Podría haber dicho “te lo explico otro día”, pero no. Lo dijo como quien deja algo pendiente que necesita cerrar.
Y yo, sin saber por qué… me quedé.
Lo vi alejarse con paso rápido, pero antes de girar en el pasillo, me lanzó una mirada breve. Tenía en la mano la carpeta de Lizzy, pero no me moví hacia la salida. Algo en su forma de mirarme me hizo sentir que, si me iba, rompería un hilo que no podía ver. Fue como un ancla invisible que me dejó plantada en el mismo sitio.
Volvió pocos minutos después, buscándome con los ojos. Señaló una pequeña mesa junto a la ventana.
Se sentó frente a mí, dejando la tablet sobre la mesa y sacando un bolígrafo del bolsillo.
—Gracias por esperar —dijo, abriendo un archivo en la pantalla—. Mira, es más sencillo de lo que parece.
Me explicó con calma qué debía evitar Lizzy, trazando diagramas en una hoja reciclada. Su bolígrafo se movía rápido, pero su voz era pausada.
No era necesario que hiciera eso. Pero lo hizo igual. Y lo más extraño era que parecía realmente querer hacerlo.
—Lo importante —decía, trazando círculos y flechas— es prevenir la crisis antes de que empiece. No se trata de vivir con miedo… —me miró, asegurándose de que prestara atención—. Es aprender a caminar sin pisar donde sabes que hay vidrios.
—Y… ¿se cura? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—No, pero se aprende a vivir con ello, y se vive bien si se sabe cuidar. —Se inclinó un poco hacia mí, como si quisiera que lo sintiera tan cierto como él.
A veces sonreía mientras hablaba, como si quisiera suavizar el peso de las palabras. Otras, se quedaba en silencio un segundo, buscando la forma más clara de decirlo, y en esos silencios, había una tensión que no entendía del todo, como si un recuerdo lejano intentara abrirse paso.