Dicen que en las celebraciones siempre hay una silla para los ausentes. Algunos la llenan con un brindis, otros con un recuerdo… y otros, como yo, prefieren ignorar que está ahí, esperando. Porque hay sillas que no se ocupan nunca más, y mirarlas duele más que cualquier palabra.
También dicen que en toda fiesta hay al menos una persona que no quiere estar allí. Esta vez, yo lo sabía sin duda: era yo.
No porque no apreciara a la familia, sino porque, en los últimos años, las reuniones grandes habían dejado de ser un lugar para celebrar y se habían convertido en una prueba de resistencia. Resistir preguntas, miradas, silencios incómodos… y, sobre todo, resistir los recuerdos.
Era la fiesta de aniversario de bodas de mis tíos. Un salón pequeño, con guirnaldas doradas y luces cálidas colgando del techo. Lizzy estaba feliz, rodeada de primos, mientras yo intentaba integrarme a las conversaciones y a las risas que parecían fluir sin esfuerzo. Tenía un vaso de jugo en la mano y la típica sonrisa de “todo está bien” que se me había vuelto costumbre.
Pero entonces alguien dijo su nombre.
—¿Te acuerdas de Lucas? —preguntó un primo lejano, dirigiéndose a otro—. Qué lástima todo lo que pasó…
No sé qué contestaron después. Mi mente dejó de registrar el resto. Fue como si la música se apagara de golpe y solo quedara el eco de su nombre rebotando dentro de mí.
Me excusé para ir al baño, aunque en realidad solo necesitaba salir al pasillo. El aire allí era más frío, más fácil de respirar. Apoyé la espalda en la pared, cerré los ojos y conté hasta diez.
Funcionaba… a veces.
Pero no esa noche.
Podía escuchar las risas y la música desde adentro. El murmullo de las conversaciones se mezclaba con el tintinear de copas y el aroma dulce de un pastel recién cortado. Y entonces, algo en mi mente —o en mi corazón— hizo clic, y todo cambió: lo vi.
Vi a Lucas empujando suavemente la puerta, como siempre hacía para no llamar demasiado la atención. Llevaba esa chaqueta azul que tanto me gustaba, el cabello un poco despeinado por el viento. Sus ojos buscaban los míos entre la gente y, cuando me encontraba, su sonrisa torcida aparecía, esa que tenía el poder de desarmarme en un segundo y enderezar cualquier día roto. Caminaba hacia mí sin prisa, pero con esa seguridad suya que parecía decir “estoy aquí, todo está bien”.
Mi pecho se llenó de aire, mis piernas se sintieron más ligeras. Podía sentirlo acercarse, el calor de su presencia, ese perfume amaderado que siempre me abrazaba antes que sus brazos. Y cuando por fin estuvo a un paso, rodeó mis hombros con un brazo, sentí el calor de su mano apoyándose en mi brazo y me atrajo hacia él. Inclinaba la cabeza apenas, para que nadie más escuchara, y me susurraba algo tonto, pero suficiente para arrancarme una risa que borraba cualquier incomodidad:
—Tranquila, ya llegué… y creo que el pastel está intentando escapar de la mesa.
Mi risa salió tan natural que, por un instante, todo lo demás dejó de importar. Su voz me envolvía, cálida, cómplice, y mi piel se erizó.
Cerré los ojos. Lo sentí. Lo creí.
Y cuando los abrí… no había nadie. Solo la puerta cerrándose sola con un golpe sordo. La música seguía sonando, la gente seguía riendo, y yo estaba allí, anclada en un presente que no perdonaba.
Y justo ahí, cuando el recuerdo se sentía tan real que juraría que podía tocarlo… el golpe llegaba. Frío. Implacable. Saber que, aunque mi mente pudiera inventarlo con todos sus detalles, la realidad no iba a devolvérmelo. Que esa puerta podía abrirse mil veces, y él nunca estaría del otro lado.
Sofía me encontró allí, medio escondida junto a la pared, con las manos frías y la mirada perdida en un punto que ya no existía. No preguntó nada, no llenó el silencio con frases vacías. Simplemente se acercó y me tomó una mano, frotándola suavemente entre las suyas para devolverle algo de calor.
—Ven, no tienes que quedarte si no quieres —susurró, como quien ofrece una salida sin exigir explicaciones.
Negué con la cabeza, aunque el nudo en la garganta amenazaba con ganar.
—Estoy bien. Solo… dame un minuto.
Ella no discutió. Se quedó allí, de pie conmigo, haciendo de su presencia un refugio silencioso. No intentó empujarme hacia la fiesta ni distraerme con bromas. Solo apretó mi mano un poco más fuerte, como si en ese gesto me recordara que, incluso en medio de una sala llena de gente, no estaba sola.
Regresé más tarde al salón, intentando que nadie notara el temblor en mis manos. Me acerqué a la mesa, recibí abrazos, sonrisas y comentarios sobre lo mucho que había crecido Lizzy. Pero cada vez que mi mirada se posaba en la silla vacía junto a la mía, era como si el aire se volviera más denso.
No tardaron en llegar las preguntas veladas: “¿Y sigues sola?”, “¿Nunca pensaste en rehacer tu vida?”. Sonreí, respondí lo justo. Porque no iban a entender que no era solo “rehacer mi vida”; era aprender a vivir con un hueco que, por más que me moviera, seguía en el mismo lugar.
Lizzy, en cambio, parecía disfrutarlo. Hablaba con sus primos, probaba dulces, se reía con los tíos. Y verla así me dio un respiro, aunque yo me sintiera fuera de lugar.
Ella me sonrió con esa alegría que siempre destellaba. Me obligué a corresponderle, aunque por dentro ese vacío seguía ahí, tan presente como siempre.
Al final de la noche, cuando todos se preparaban para el último brindis, volví a mirar la silla vacía. Y por un instante, imaginé su mano sobre la mía, apretándola como solía hacerlo, como diciendo “no te suelto”.
Pero la silla no se movió.
Y yo entendí, una vez más, que hay ausencias que no dependen del tiempo ni de la distancia. Hay ausencias que se sientan contigo, aunque nadie más las vea.
Esa noche, la mía no dejó de mirarme… y yo tampoco pude apartar la vista. Porque a veces, lo más duro no es recordar que se fue… sino aceptar que, aunque el mundo siga girando, para ti hay un lugar que siempre estará vacío.