Hay silencios que no son ausencia de sonido, sino paredes invisibles que se levantan en medio de una conversación y nos obligan a caminar alrededor de ellas. Son espacios donde las palabras se ahogan antes de salir, donde el aire parece más espeso, y cualquier intento de romperlo suena como un golpe en un cristal frágil.
La fiesta había terminado, pero no en mi cabeza. Todavía sentía la luz dorada de las guirnaldas reflejándose en las copas, el tintinear de los vasos, el aroma dulce del pastel y las risas lejanas. Todo eso parecía haberse quedado pegado en mi piel. Pero lo que más resonaba era un eco sencillo, devastador:
—¿Te acuerdas de Lucas?
Ese nombre fue suficiente para remover algo que prefería mantener dormido.
Esa noche, ya en casa, ayudé a Lizzy a ponerse el pijama. Estaba extrañamente callada para alguien que había pasado horas jugando con sus primos. Mientras se cepillaba los dientes, parecía tener la mente en otro sitio, como si llevara horas ensayando una pregunta.
Cuando se metió en la cama, me miró en silencio. Esos ojos grandes, curiosos, no buscaban solo un beso de buenas noches. Estaban pidiendo respuestas.
—Mami… —dijo finalmente, con esa voz temblorosa que usan los niños cuando no saben si está bien preguntar—, en la fiesta escuché que dijeron “Lucas”… ¿ese es mi papá?
El mundo pareció detenerse. No era la primera vez que lo preguntaba, pero siempre era igual: un golpe que nunca deja de doler. Me senté al borde de la cama, sintiendo el colchón hundirse bajo mi peso.
—Sí, amor. Lucas… era tu papá.
Ella parpadeó, como si quisiera atrapar cada sílaba en el aire.
—¿Y dónde está?
Respiré hondo, luchando contra el temblor en la voz.
—No está con nosotras… desde hace mucho tiempo.
No añadí más. No le hablé de desapariciones ni de búsquedas vacías, ni del vacío que todavía cargo conmigo. Solo eso.
Lizzy bajó la mirada, sus dedos jugando con la manta como si buscara respuestas entre las costuras. Y entonces, con la inocencia más brutal, lanzó otra pregunta:
—Pero… si él ya no está… ¿entonces quién es el doctor Mark?
Me quedé inmóvil. Un nudo en el estómago me apretó por dentro. No esperaba ese salto.
—Mark es… —hice una pausa, eligiendo cada palabra como si fueran cristales frágiles— un amigo. Un amigo que nos ha ayudado mucho.
Lizzy alzó la vista, y sus ojos tenían esa mezcla de ingenuidad y lucidez que a veces asusta en los niños.
—Es que… contigo se ríe. Y te mira como si ya te conociera de antes. El otro día te dijo algo y tú sonreíste raro, como cuando recuerdas algo bonito.
Su observación me atravesó. No era la primera vez que yo lo sentía, pero escucharla en su voz lo volvía más real, imposible de negar.
Me limité a acariciarle el cabello, mientras sus párpados empezaban a pesarle. No podía abrir esa puerta, no esa noche.
—Es tarde, Lizzy. A dormir.
Ella asintió, pero antes de cerrar los ojos dejó caer una frase, como quien deja caer una piedra en un pozo profundo:
—A veces creo que tú también guardas un silencio.
Me quedé sin aire. No hubo forma de responder. Me quedé a su lado, escuchando cómo su respiración se volvía lenta y acompasada. La habitación estaba en calma: la lámpara encendida lanzaba un resplandor suave sobre la pared, y desde la calle llegaban sonidos lejanos de autos que pasaban de vez en cuando. Y aun así, lo que más pesaba era ese silencio invisible, ese que Lizzy había nombrado sin darse cuenta.
Porque a veces el silencio no es falta de palabras…
Es el peso de todo lo que aún no te atreves a decir.
Y esa noche, el mío se quedó allí, acostado entre nosotras, mirándome como si supiera que todavía no estaba lista para romperlo.