Hay preguntas que uno preferiría no escuchar nunca. Algunas porque duelen, otras porque abren puertas cerradas hace tiempo. Y, sin embargo, a veces no se formulan por curiosidad, sino por cuidado. Los médicos lo saben: hay preguntas que no buscan herir, sino prevenir. Pero cuando esas preguntas rozan cicatrices, se siente como si, en lugar de una consulta, estuvieras frente a un espejo que no pediste.
Esa tarde, acompañaba a Sofía al hospital. Su hijo menor tenía una revisión de rutina y yo había aceptado ir con ella para hacerle compañía. Mientras ella entraba a la consulta, yo esperaba en el pasillo, entretenida en observar el ir y venir de los pacientes y las enfermeras.
No esperaba encontrarlo ahí… o tal vez sí. Quizá, en el fondo, ya me había acostumbrado a cruzármelo en los momentos menos previstos.
Mark parecía llenar los pasillos de una forma que me resultaba inquietantemente familiar.
Apareció al doblar una esquina, con su paso sereno y esa bata blanca que parecía parte inseparable de su piel. Me saludó con una inclinación de cabeza y, en lugar de seguir de largo, se acercó y se sentó a mi lado, en uno de los asientos libres del pasillo.
—Elena… —su voz bajó un poco, como si quisiera proteger el momento—, ¿puedo hacerte una pregunta? Es… por Lizzy.
Algo en su tono me hizo dejar escapar el aire más lento. No sonaba invasivo, pero sí cargado de un peso distinto.
Asentí.
—¿Su padre… está presente en su vida? —preguntó con cuidado, como si midiera cada palabra—. No lo pregunto por invadir, sino porque, con su deficiencia de G6PD, a veces hay antecedentes que conviene rastrear.
Me quedé callada unos segundos, con el pecho apretado.
—No —respondí al fin tras un silencio breve pero doloroso—. No está.
Vi cómo su expresión cambiaba apenas. Un parpadeo más lento, una ligera tensión en la mandíbula, como si no fuera la respuesta que esperaba… o como si, en ella, hubiera encontrado algo que no quería encontrar.
—Entiendo —murmuró, bajando la mirada un segundo. Después, con un hilo de voz—: ¿Sabes si él tenía esta condición? ¿O si en su familia hubo algún caso?
La pregunta me dolió más que la primera, porque me recordó lo poco que sé, lo poco que puedo darle a Lizzy como respuesta. Negué con la cabeza.
—No lo sé. Nunca hablamos de eso. Nadie lo mencionó jamás.
Él asintió despacio, con un gesto casi culpable.
—Lo siento… no quería incomodarte. Solo… necesitaba saberlo.
No supe qué contestar. Me sorprendió el temblor contenido en sus palabras. Había en su voz una disculpa sincera, como si también a él le costara preguntar, como si esas palabras fueran heridas compartidas.
Al poco rato se levantó, disculpándose porque lo necesitaban en otra área. Yo me quedé allí, con la revista cerrada en las manos y el pecho ardiendo.
La incomodidad no me dejaba en paz, como si esas simples preguntas hubieran abierto una puerta invisible dentro de mí.
Un rato después, mientras caminaba por un pasillo lateral más silencioso, escuché su voz.
—El caso de la niña Sterling… —reconocí de inmediato su timbre desde una sala medio abierta.
Me quedé inmóvil. No fue intención espiar, pero mis pies no se movieron.
—¿Ya confirmaron la deficiencia de G6PD? —preguntó otro médico, con un tono firme.
—Sí —respondió Mark—. Los análisis lo verificaron. Es positivo.
El otro médico suspiró.
—Ya sabes lo que eso significa. Hay que rastrear antecedentes familiares. Es hereditario.
—Lo sé —Mark hablaba con la seguridad de un profesional, pero también con una sombra en la voz—. La madre no presenta síntomas ni hay historial materno.
Mi piel se erizó.
—Entonces lo más probable es que venga del padre. ¿Tenemos acceso a sus registros?
Hubo un silencio.
—No —respondió Mark al fin, más bajo—. El padre está… ausente. No hay nada en el expediente.
El otro médico chasqueó la lengua.
—Necesitamos al menos una confirmación genética. No es solo por la niña. Es por prevención. Si hay otros miembros en riesgo, debemos identificarlos.
—Entiendo —contestó Mark, aunque percibí un leve temblor en su tono—. De todos modos, ya está bajo tratamiento. Tiene revisiones periódicas. Está estable. Pero sería ideal confirmar antecedentes familiares. No siempre es fácil cuando falta una parte de la historia.
El otro médico murmuró algo más, sobre la posibilidad de hacer estudios más amplios. Y Mark respondió con un tono más bajo, casi resignado:
—Sí, lo sé. Pero a veces la ausencia también deja huellas. Y esas… no siempre se pueden rastrear en un análisis.
Me quedé helada. No solo por lo que decía, sino por cómo lo decía. Como si no hablara solo de un historial médico, sino de algo más. Algo que lo tocaba más cerca de lo que estaba dispuesto a admitir.
Me cubrí la boca con la mano, como si así pudiera contener el torbellino que me atravesaba. Ausente. Padre. Antecedentes. Cada palabra era un golpe seco en mi pecho.
Retrocedí despacio, antes de que alguien pudiera verme, y caminé hacia la sala de espera con el corazón desbocado. Me senté de nuevo, revista en mano, aunque no fui capaz de leer ni una sola palabra.
Lo único que podía pensar era en lo que había escuchado sin querer. Porque entendí que tenía razón: la ausencia deja huellas. En Lizzy. En mí. Y, quizá también, en él.
Y en cómo, por primera vez en mucho tiempo, el pasado parecía estar tocando a la puerta del presente… disfrazado de diagnóstico médico.
Ese día confirmé que la ausencia no es silencio ni vacío. La ausencia se hereda, se multiplica, se inscribe en los que siguen. Porque incluso lo que no está… también deja huellas.