Narrado por Elena
Dicen que las llamadas inesperadas son como puertas que se abren de golpe: pueden traerte buenas noticias, o recordarte todo lo que temes. La mía llegó en medio de una tarde tranquila, y solo con ver su nombre en la pantalla, mi corazón se agitó.
—¿Mark? —respondí rápido, con un nudo en la garganta—. ¿Pasó algo con Lizzy?
Hubo un silencio breve al otro lado, seguido de una risa suave.
—No, tranquila. Lizzy está bien. Perdón, no era mi intención asustarte.
Me llevé la mano al pecho, como si así pudiera calmarlo.
—Me asustaste —confesé, soltando un suspiro.
—Lo sé —su tono se suavizó—. De verdad, perdón. Solo… quería preguntarte algo. Terminé mi turno hace un rato y, no sé, me descubrí pensando en ti. ¿Te animas a tomar un café conmigo? Nada formal, solo… compañía.
Me quedé en silencio unos segundos, debatiendo entre decir que no o dejarme llevar. No era hora de recoger a Lizzy aún. Y la forma en que lo dijo —tan natural, como si fuera lo más normal del mundo— me desarmó.
—Está bien —respondí al fin—. Pero solo un rato.
La cafetería quedaba a unas calles del hospital. Al entrar, un aroma cálido de café recién molido y pan dulce nos envolvió. El lugar tenía mesas de madera oscura, ventanales amplios y el murmullo tranquilo de conversaciones bajas. Nos sentamos junto a la ventana.
—Cuando llegué a trabajar al hospital —me dijo Mark, mirando a su alrededor—, descubrí este lugar casi por accidente. Y fue raro… apenas crucé la puerta, me sentí en casa. Como cuando regresas a tu lugar favorito después de un viaje largo. Tal vez fueron los aromas, o la forma en que la luz entra por esas ventanas. No lo sé. Pero desde entonces, cada vez que puedo, me escapo aquí un rato.
Lo escuchaba con atención, sosteniendo la taza entre mis manos como si necesitara ese calor para mantenerme presente. Y, sin darme cuenta, empecé a hablar.
—Hace años yo venía aquí también —confesé en voz baja—. Lucas y yo… teníamos la tradición de venir los jueves después del trabajo. Era como… nuestro ritual.
Y entonces, como un golpe de luz en mi memoria, lo vi.
El murmullo de la cafetería se desdibujó, y el recuerdo se desplegó frente a mí con la claridad de una escena viva. Lucas estaba frente a mí, con su chaqueta azul todavía impregnada del olor a calle y su cabello un poco revuelto. Pedía siempre lo mismo: café negro y una rebanada de pastel de zanahoria. Yo lo acompañaba con capuchino y un croissant. La camarera nos sonreía porque ya sabía nuestros pedidos de memoria.
—¿Sabes qué es lo mejor de los jueves? —me decía Lucas, inclinándose hacia mí—. Que tengo una excusa para verte dos veces en el mismo día: en la mañana antes de irme… y aquí.
Yo me reía, fingiendo fastidio.
—Eso no cuenta como excusa, cuenta como costumbre.
Y él me guiñaba un ojo.
—Pues benditas costumbres.
Me veía como si el mundo se redujera a esa mesa, como si el ruido del resto de la cafetería desapareciera. Entre sorbos de café, me contaba sus planes, sus miedos disfrazados de chistes, y yo le hablaba de mis ideas para el libro que aún no existía pero que él ya me animaba a escribir. Había algo en esos jueves que nos pertenecía solo a nosotros.
El recuerdo se rompió con el vapor de la taza que sostenía ahora. Mis mejillas estaban mojadas. No me había dado cuenta de que lloraba.
Bajé la cabeza, intentando esconderlo. Pero cuando levanté la vista, me encontré con un pañuelo extendido hacia mí. Mark tenía los ojos brillosos, como si también llorara por un recuerdo que no podía nombrar.
Me limpié rápido, incómoda. Él sonrió entonces, con ese humor que siempre me sorprendía, aunque al mismo tiempo me resultaba inquietantemente familiar, como si lo hubiera escuchado antes en otra vida.
—Ya ves… ni el café aguanta nuestras historias sin llorar un poco.
Solté una risa nerviosa, y él también. La tensión se disolvió en esas carcajadas suaves que saben más a alivio que a alegría. Hablamos un poco más de cosas simples: libros, música, anécdotas del hospital. Lo suficiente para que el aire se volviera más ligero.
Cuando terminamos, nos levantamos casi al mismo tiempo. Afuera, el aire fresco me recordó que era hora de recoger a Lizzy en la escuela.
—¿Quieres que te acerque? —preguntó Mark, con naturalidad.
Negué con una sonrisa.
—Gracias, pero no. Prefiero ir yo.
Él asintió, sin insistir. Nos despedimos con un gesto tranquilo, pero mientras me alejaba, no pude evitar sentir que algo había cambiado. Como si ese café no hubiera sido solo un descanso, sino una grieta abierta en mis defensas.
Esa tarde confirmé que hay lugares que guardan ecos. Que hay aromas, luces y voces capaces de despertar lo que intentas mantener dormido. Y que, a veces, una simple taza de café puede convertirse en el espejo donde descubres que no estás tan sola como pensabas.