Tú y yo... por siempre juntos

Fragmentos de un amor perdido

A veces los recuerdos no llegan por voluntad propia. Llegan en forma de notificación, en un destello de pantalla que no pediste y que, sin embargo, logra sacudirte.

Ese día, estaba sentada en una de las sillas del pasillo del hospital, revisando el correo en el teléfono mientras esperaba a Sofía. Una vibración breve me hizo mirar la pantalla: “Fulano ha compartido una foto”. La abrí por inercia y, entonces, el aire se me detuvo en los pulmones.

Era una foto de universidad. Un grupo de amigos posando en el césped, rodeados de carpetas, cafés desechables y risas jóvenes. Y allí, en el centro, estábamos Lucas y yo. Él con su brazo rodeándome los hombros, con esa sonrisa despreocupada que siempre parecía decir “no hay problema que no podamos con esto”. Yo, con el cabello revuelto por el viento y las mejillas encendidas de tanto reír.

El comentario decía: “Encontré esta foto y quise compartir este hermoso recuerdo”.

No reaccioné. No le di “me gusta”, no escribí nada. Solo apagué la pantalla, pero la imagen quedó ardiendo detrás de mis párpados. Ese instante congelado tenía el poder de abrir en mí la grieta de todo lo que se había perdido después. Respiré hondo, guardé el teléfono en el bolso como si así pudiera encerrar también la emoción. Pero el nudo en el estómago no se fue.

—¿Todo bien? —preguntó una voz cercana.

Levanté la vista. Mark estaba de pie, sosteniendo una taza desechable de café, con esa calma que parecía rodearlo como un halo invisible. Me saludó con un leve gesto y luego se sentó a mi lado, sin prisas, como si el asiento siempre hubiera estado reservado para él.

—Sí… solo cosas mías —respondí, con una sonrisa breve que no me salió del todo convincente.

Él no insistió. En su lugar, me tendió la taza.
—Lo acabo de comprar. ¿Quieres?

Negué, pero ese gesto sencillo rompió la incomodidad. Y entonces, como si algo en mí necesitara desahogarse, terminé hablando.

—Hoy vi una foto de universidad… de cuando Lucas y yo empezábamos. Era un recuerdo bonito, pero al mismo tiempo… me dolió. —Mi voz titubeó, como si caminara sobre hielo.

Mark guardó silencio, sin apartar la mirada. No tenía la expresión de quien escucha por obligación, sino la de alguien que sostiene las palabras como si fueran frágiles.

—Hubo momentos muy duros con él… —continué, la garganta cerrándose un poco—, sobre todo después, cuando todo empezó a cambiar. Pero también hubo momentos dulces. Recuerdo uno, justo antes de casarnos… Había organizado una salida sorpresa solo para mí. Terminamos en un mirador al que íbamos de estudiantes, y allí, sin anillo ni discurso, me prometió que siempre íbamos a volver a ese lugar cuando necesitáramos recordar por qué habíamos empezado.

Sonreí apenas, aunque las lágrimas empezaban a empañar la vista.
—Nunca volvimos. O al menos yo no pude volver después de que él… —no terminé la frase.

Sentí la humedad en mis mejillas y quise ocultarla, pero cuando me giré, Mark ya me estaba tendiendo un pañuelo. Y lo más desconcertante fue notar que sus propios ojos estaban brillantes, como si mis recuerdos lo atravesaran también a él. Como si llorara por algo que no sabía que había perdido.

—Gracias —susurré, aceptando el pañuelo.

Él respiró hondo, como queriendo recomponerse, y luego dejó escapar una media sonrisa que suavizó la tensión.
—¿Sabes qué pienso? Que hay promesas que uno cumple incluso sin darse cuenta. Tal vez él no volvió a ese mirador contigo… pero tú vuelves cada vez que lo recuerdas. Y eso… también es una forma de regresar.

Su comentario me arrancó una risa breve, rota pero real. Una risa que, por un instante, alivió el peso del pecho.

Pasamos un rato más hablando de cosas pequeñas, como si la conversación quisiera oscilar entre lo pesado y lo ligero para no quebrarse del todo. Y entonces, sin pensarlo demasiado, le pregunté:

—¿Y tú? ¿Qué te llevó a ser médico?

Mark se quedó un segundo en silencio, como si la pregunta lo sorprendiera. Luego bajó la mirada hacia la taza vacía en sus manos.
—Creo que siempre quise ayudar a otros a quedarse… cuando yo perdí gente que no pudo quedarse. —Su voz fue suave, cargada de un matiz que no supe descifrar.

No pregunté más. Algo en su tono me dijo que, como yo, él también cargaba con fragmentos de un amor perdido.

Nos quedamos en silencio, no incómodo, sino lleno de un entendimiento extraño. Y cuando finalmente nos despedimos, sentí que ese momento había abierto otra puerta, una que me costaba menos cruzar porque no lo hacía sola.

Porque, a veces, lo que une no son las promesas cumplidas, sino los fragmentos de lo que quedó atrás.




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