Tú y yo... por siempre juntos

Algo en mí se quiebra.

Narrado por Elena

Hay palabras que se dicen para poner orden y otras que, al pronunciarlas, desordenan todo. No avisan. Te atraviesan con la puntualidad de un recuerdo y te dejan frente a ti misma, sin guion, sin armadura. Hoy supe que hay verdades que no curan pero alivian; y que, aun aliviada, una puede temblar.

La casa olía a jabón de platos y a pan tostado tardío. En la televisión del living, Lizzy veía caricaturas con la manta de estrellas sobre las piernas y un vaso de agua a medio beber en la mesa baja. Desde la cocina, el murmullo de los diálogos llegaba como una corriente tibia. El grifo cantaba su nota insistente mientras yo dejaba que el agua resbalara sobre un plato una y otra vez, sin recordar cuándo había enjuagado el último.

Seguía viendo, como si lo tuviera delante, el rostro de Mark cuando le hablé de Lucas. Esa pausa mínima en la que sus ojos se apartaron de los míos, el gesto medido de su mandíbula, la respiración que se volvía honda para acomodar algo que no cabía. Yo no planeaba contar tanto. Fue esa notificación absurda, esa foto de universidad con el césped brillante y la risa sin ataduras, lo que me abrió una compuerta. Y él… él no corrió a cerrarla. Se quedó. Escuchó con esa presencia que no empuja ni se ausenta. Y, cuando no supo qué decir, no dijo nada. A veces el silencio correcto es la mejor respuesta.

Apagué el agua; el silencio de la cocina me pareció demasiado grande. Froté el plato con un paño que ya no secaba y miré por la ventana: el edificio de enfrente mostraba ventanas encendidas, vidas paralelas que yo no conocería nunca. Me pregunté si en alguna de esas salas alguien más estaba aprendiendo a nombrar lo que no sabe sentir.

—¿Mami? —asomó Lizzy, con las puntas de los dedos coloreadas de plumón—. ¿Vas a venir a ver el final?

—Sí, mi amor —respondí—. Dame un segundo.

La abracé con fuerza antes de acompañarla de vuelta. Tenía el pelo un poco eléctrico, los ojos enormes de expectación. Se acomodó sola y me dejó un hueco a su lado. Me senté; la escena de la pantalla era ridícula —animales bailando con corbata— y aun así agradecí el disparate. En la mesa, la lista que Mark me dibujó con flechas y círculos descansaba junto a un portarretratos de madera. Lo tomé sin pensarlo: era la foto en la que Lizzy tendría dos años y medio, con bucles más claros que ahora y las mejillas indecentes de redondas. Yo estaba detrás, con ojeras enormes y una sonrisa obstinada. Esa versión mía había aprendido a sostener sin saber cómo. Esta versión… no estaba segura de querer dejarse sostener.

Volví a la cocina cuando los créditos empezaron a subir. Lavé la taza de Lizzy, ordené los marcadores, puse la pava para un té. En el vapor, las líneas de mi rostro se volvían más suaves en el reflejo de la ventana. Cuchara, taza, hervor. Repetí la coreografía sin pensar. Y, sin querer, pensé: ¿por qué me importa cómo le dolió a él lo que conté? Se supone que esa historia era mía. Sin embargo, su gesto… esa grieta… me había dejado inquieta. Un médico empático, me dije; alguien sensible, me dije. Pero el nudo en el estómago no pedía explicaciones técnicas.

—¿Te duele algo? —Lizzy se plantó en el umbral, detective profesional de microgestos.

—Solo estoy cansada —mentí en voz baja—. ¿Quieres un poco de fruta?

—Solo si tú también —dijo, con la diplomacia de quien sabe negociar con una mamá.

Corté manzana. Compartimos rodajas en silencio, de pie. Lizzy me miró como miran los niños cuando creen que los adultos no los miran: midiendo la luz en la cara, pescando señales en la comisura de la boca. Le hice cosquillas en el cuello; rió, se dejó hacer, me abrazó por la cintura con ese instinto suyo que me arma de nuevo.

Más tarde, cuando la acosté, se quedó dándole golpecitos a su almohada en forma de estrella.

—¿El doctor Mark trabaja todas las noches? —preguntó, casual, como quien junta piezas que todavía no forman dibujo.

—A veces —dije—. Depende del turno.

—Ojalá no se olvide de dibujar más soles conmigo —susurró, medio dormida.

Apagué la luz. Me quedé un momento extra, escuchando su respiración hacerse pareja. En el pasillo, el reloj marcó una hora imprecisa. Serví mi té por segunda vez —el primero se había quedado frío— y me senté en el borde del sofá. Abrí el cuaderno; escribí dos líneas y las taché. El teléfono descansaba boca abajo. No quería notificaciones. No quería fotos que abrieran grietas. Y sin embargo, el hueco estaba. No como antes —no como un precipicio—, pero estaba.

Lo admití sin ruido: algo se había roto hoy. Tal vez una resistencia, quizá una puerta calcificada. No sé si fue en mí o en él. Solo sé que, cuando una verdad encuentra dónde posarse, el mundo se corre un milímetro. A veces ese milímetro es todo un paisaje.

Me fui a dormir tarde, con el té a medio beber y el cuaderno en blanco abierto como un pecho. Cerré los ojos con una certeza pequeña, nítida: algunas historias empiezan cuando por fin te atreves a contarlas. Y otras, cuando alguien sabe escucharlas sin pedirte explicaciones. Yo estaba en medio de ambas.

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Narrado por Mark

Hay noches en las que el hospital parece una ciudad submarina: luces frías, pasos amortiguados, voces que llegan como ecos de otra superficie. Esta era una de esas noches. Había terminado una ronda en pediatría; los monitores marcaban un ritmo manso y el pasillo olía a desinfectante con un fondo de café viejo. La guardia continúa; yo también.

Pero el cuerpo va por un carril y la mente por otro. En el mío, la mente había vuelto a ese banco, al lado de la cafetería, donde Elena me habló de Lucas con una honestidad que no supe acomodar. No fue el dato, ni la cronología. Fue la forma en que su voz se quebró y, en ese quiebre, dejó pasar luz. Sentí un tirón interno, una cuerda que reconociera un ancla sin saber de qué puerto.




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