Narrado por Elena
Dicen que las fotos no envejecen, pero uno sí.
Que siguen ahí, intactas, sin entender que el tiempo ha pasado y que los que están dentro ya no son los mismos.
Quizás por eso duelen tanto cuando decides mirarlas de nuevo: porque no son solo imágenes, sino puertas que ya no puedes volver a cruzar.
Esta noche no tenía intención de abrir el cajón del mueble del pasillo.
Solo iba a buscar un cargador, pero mis dedos, por costumbre o destino, terminaron rozando aquella caja de cartón forrada en papel gris.
La abrí despacio, como quien destapa un frasco antiguo lleno de aire viejo.
Dentro estaban ellas: las fotos que me había prometido no volver a mirar.
Algunas aún conservaban el brillo del papel satinado; otras, amarillentas, parecían respirar recuerdos.
Y ahí estaba Lucas.
Su sonrisa, tan suya, esa que siempre tenía un destello de ironía y ternura mezcladas.
En la mayoría de las fotos, yo lo miraba a él, no a la cámara.
Como si en aquel entonces todo mi mundo cupiera en el espacio que había entre su mirada y la mía.
Pasé los dedos sobre una de las imágenes. Era de un día común: nosotros en la cocina, riéndonos por algo tan tonto que ni siquiera lo recuerdo.
Había harina en el aire y en su cabello, mi mano intentando empujarle un poco más con la espátula.
Era esa clase de risa que te deja sin aliento.
Esa clase de felicidad que uno cree que nunca se va a acabar.
Me detuve en otra. La de nuestra boda.
Yo no la había mirado desde hace años.
El vestido, el ramo, los destellos de luz que se filtraban entre los invitados.
Su mano sosteniendo la mía.
Un “para siempre” que se congeló en el tiempo.
La vista se me nubló.
No lloré por costumbre, sino porque lo sentí.
Porque por primera vez en mucho tiempo no traté de detenerlo.
El llanto llegó sin prisa, silencioso, como si el alma necesitara vaciarse para hacer espacio a algo que aún no sabía nombrar.
Entre una foto y otra, encontré una carta arrugada.
Solo una hoja doblada en cuatro, con su letra apurada, como si la hubiera escrito antes de salir a trabajar:
“No olvides sonreír, incluso cuando yo no esté.
Volveré pronto. Siempre vuelvo a ti.”
Esa frase me atravesó.
No volviste, Lucas.
No como prometiste.
Y sin embargo, de algún modo, hay días en que siento que una parte de ti sigue aquí, en cada cosa que amé, en cada gesto que aún repito sin pensarlo.
Apoyé la cabeza en el borde del sofá, dejando que las lágrimas cayeran sin resistencia.
No eran solo por él.
Eran también por mí.
Por la mujer que fui, por la que sobrevivió, y por la que ahora… no sabe si está volviendo a sentir.
Porque en medio de esas fotos, sin quererlo, apareció otro rostro en mi mente.
No en el papel, sino en la memoria reciente:
Mark, con esa mirada que no presiona, que escucha, que se detiene donde los demás solo pasan.
Me descubrí preguntándome si estaba bien pensar en él mientras tenía las fotos de Lucas entre las manos.
Si eso era una traición o una señal de vida.
Quizá ambas cosas.
Suspiré.
Guardé cada foto con cuidado, una por una, como quien arropa a viejos testigos.
Cerré la caja, pero no la devolví al fondo del mueble.
La dejé cerca, al alcance.
Porque a veces no se trata de olvidar.
Se trata de recordar sin miedo.
De entender que lo que una vez te rompió, también fue lo que te enseñó a sentir.
Y mientras apagaba la lámpara, pensé que, tal vez, amar de nuevo no significa reemplazar.
Significa reconocer que el corazón, aunque tenga grietas, todavía late.
Todavía busca.
Todavía guarda.
Porque las fotos que aún guardo no son del pasado…
son fragmentos de todo lo que fui,
y promesas silenciosas de lo que aún podría ser.
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Narrado por Mark
Hay noches en las que el cansancio no se siente en el cuerpo, sino en la mente.
El turno había terminado hacía más de una hora, pero seguía con la bata doblada sobre el sofá, sin la fuerza para moverme. La televisión encendida llenaba el silencio con voces que no escuchaba. En la mesa, el teléfono vibró con una notificación: “Promoción de antiguos alumnos – Facultad de Medicina”.
Abrí el grupo por costumbre.
Las fotos se sucedían una tras otra: sonrisas con batas nuevas, laboratorios, risas congeladas en pasillos llenos de juventud.
Un grupo de excompañeros —que recordaban anécdotas, bromas, noches de estudio— compartían recuerdos con esa familiaridad que se tiene cuando hay un pasado común.
Yo solo miraba.
Y nada.
Ninguna cara me resultaba realmente conocida. Ninguna historia me traía el eco de una risa perdida.
Ni una emoción. Ni una imagen. Ni una voz.
Solo una sensación incómoda, como si esos años hubieran pasado por mí, pero yo nunca los hubiera vivido.
Una foto sin recuerdos.
Una vida que empieza en la mitad.
Apoyé el teléfono en la mesa y lo observé un momento. La luz azul de la pantalla proyectaba mi reflejo en el cristal, y por un segundo me pareció estar viendo a alguien más.
Alguien que lleva mi rostro, mi voz, mis manos, pero que aún no ha terminado de encontrarse.
Desde hace un tiempo, hay cosas que intento no pensar.
Ese vacío que se abre justo antes de dormirme, cuando las imágenes del día empiezan a desvanecerse y la mente busca algo más antiguo que simplemente no está.
Como si todo lo que vino antes de cierto punto se hubiera borrado.
Y en su lugar… quedara un hueco.
Un silencio que no sabe explicarse.
A veces lo lleno con trabajo.
Con pacientes. Con diagnósticos.
Con esa rutina que da la ilusión de propósito.
Pero hay días —como hoy— en que el mundo parece demasiado quieto, y lo único que escucho es el eco de mi propia respiración, recordándome que hay algo que no recuerdo.
Algo que debería estar, pero no está.
Tomé el teléfono otra vez.
Abrí la galería.
Solo fotos recientes: el hospital, algunas vistas desde la ventana de guardia, un dibujo que Lizzy me regaló con corazones torcidos.
Nada más.
Ni una imagen de antes.
Ni una prueba de que alguna vez fui alguien distinto a quien soy ahora.
Y, sin embargo, hay momentos —mínimos, fugaces— en los que el corazón se adelanta a la mente.
Una risa que reconozco sin saber de quién.
Un olor que me resulta familiar sin haberlo respirado antes.
Un rostro que me calma, aunque no sepa por qué.
Quizá eso sea lo que duele más.
No haber olvidado, sino recordar sin saber qué.
Me recosté en el sofá, con el teléfono sobre el pecho.
La pantalla se apagó y la habitación quedó sumida en una penumbra tranquila.
Pensé en Elena.
En cómo su voz parecía tener la textura de un recuerdo que no me pertenece.
Y en cómo, cuando la escucho, algo en mí deja de buscar… por un instante.
No sé de dónde vengo, ni qué parte de mi historia se perdió en el camino.
Solo sé que, por alguna razón, el presente a veces se siente como una fotografía sin fondo: nítido en los bordes, vacío en el centro.
Quizá eso sea la vida después del olvido.
Aprender a mirar el futuro con los ojos de quien no sabe quién fue.
Cerré los ojos, dejando que el sueño me venciera.
Y justo antes de quedarme dormido, tuve la sensación extraña —casi física— de que en algún lugar del mundo, alguien también estaba mirando una foto.
Y que, sin saberlo, los dos estábamos mirando el mismo vacío.
Porque hay memorias que no viven en la mente,
sino en el corazón de quienes aún nos recuerdan…
aunque nosotros hayamos olvidado.