Tú y yo... por siempre juntos

Sombras en mis sueños

Narrado por Mark

Hay noches que no dejan descansar aunque el cuerpo se rinda. No es insomnio; es otra cosa. Como si el cerebro barriera y, en lugar de polvo, levantara fragmentos que no reconozco pero que me pertenecen. Me despierto con la sensación simple y brutal de haber perdido algo que no sé nombrar.

Los sueños comenzaron hace unas semanas, sin aviso. No son escenas completas; son pedazos: una puerta blanca que se abre sola, una risa al fondo, una tela azul moviéndose con el viento, una mano que casi alcanzo a tomar. Me levanto empapado, con el corazón en la garganta, y miro el reloj sin saber qué busco en esos números. Nunca lo sé.

Para no perderme, empecé a escribirlos. No es terapia, es registro: fecha, guardia, detalle.
“Puerta blanca.”
“Olor a menta.”
“Por siempre juntos.”
Esa última frase apareció una madrugada, en mi letra, sin recordarla. La observé como se mira una cicatriz que no sabías que tenías: sabiendo que tiene historia, pero sin poder contarla.

Durante el día, todo parece normal. Pacientes, guardias, informes, el sonido familiar del hospital que nunca duerme. Pero últimamente, entre una habitación y otra, tengo la impresión de que algo me roza la mente, como si una vida entera caminara al costado de la mía.

Esta mañana la sensación se volvió más concreta.
Elena estaba allí.

La vi cuando iba a firmar la carpeta de seguimiento de Lizzy. No venía por nada grave; lo noté en la forma en que sostenía el sobre: firme, pero no ansiosa. Caminaba con paso tranquilo, aunque con esa atención cuidadosa de quien ha pasado demasiado tiempo esperando malas noticias y aprendió a protegerse de ellas.

—Hola, Mark —me saludó, con esa voz suya que siempre parece traer calma incluso cuando uno no la necesita.

—Elena —respondí—. ¿Todo bien?

Asintió y levantó el sobre como prueba.
—Solo vine por los resultados de Lizzy. Todo está bien, pero quería asegurarme.

Le expliqué un par de cosas, nada fuera de lo habitual. Pero la conversación no terminó ahí. Ella podía haberse marchado. Yo también. Sin embargo, ninguno lo hizo.

—¿Cómo está ella? —pregunté, más por querer escuchar su voz que por otra cosa.

—Mejor. No deja de pintar —sonrió con orgullo—. Dice que los dibujos son su medicina.

No pude evitar reír.
—Creo que tiene razón. La mayoría de nosotros sana más rápido cuando encuentra algo que lo hace feliz.

—O alguien —respondió, sin mirarme directamente.

Ese “alguien” se quedó flotando entre nosotros. No sé si lo dijo por Lizzy o por otra cosa, pero el aire cambió. Sentí el impulso de llenar el silencio, pero ella lo llenó antes.

—¿No te cansas de estar aquí todo el día? —preguntó.

—A veces. Pero hay lugares que cansan menos que otros. —La miré sin pensar—. Este, por ejemplo.

Sonrió, sin entender del todo, o tal vez entendiendo demasiado. Bajó la vista al sobre y jugueteó con el borde. El gesto era pequeño, pero en él había una ternura silenciosa que me desarmó.

Me di cuenta de que la estaba observando más de lo necesario: la forma en que el cabello le caía sobre un lado del rostro, el brillo leve de sus labios, la línea suave de su cuello cuando respiraba hondo. Había una naturalidad en ella que me resultaba… conocida.
Como si en otra vida —o en otro tiempo— ya hubiera estado frente a esa misma imagen.

—Lizzy debe estar esperándote —dije, intentando recuperar un tono profesional.

—Sí. Le prometí ver una película juntas. —Se detuvo, y su mirada se suavizó—. Pero antes quería pasar a agradecerte.

—No tienes que hacerlo. Solo hago mi trabajo.

—Lo sé. Pero lo haces distinto. —Sonrió apenas—. Es difícil de explicar.

Y ahí estuvo otra vez: la sensación de familiaridad que me deja sin aire.
No era enamoramiento en el sentido común de la palabra. Era algo más profundo, como si mi cuerpo recordara algo que mi mente no logra alcanzar.
Una parte de mí —la que no usa uniforme ni estetoscopio— reconocía en ella una forma de hogar.

Cuando se fue, me quedé unos segundos mirando el pasillo vacío. Su perfume aún flotaba en el aire, y por un instante me pareció sentir que el hospital respiraba diferente, más lento, más vivo.

El resto del día transcurrió entre informes y consultas, pero el recuerdo de su sonrisa se filtraba entre cada pausa. Esa noche, al llegar a casa, intenté dormir temprano. No lo logré.

Los sueños regresaron.
El mismo muelle, el mismo viento, la misma sensación de llegar tarde.
Y, esta vez, una voz… su voz, llamándome por un nombre que no era el mío.
Desperté con la mano cerrada, como si aún sostuviera algo invisible.

No sé si lo que sueño son recuerdos, pero hay una certeza que me quita el sueño más que cualquier guardia:
si alguna vez amé a alguien, debió tener su voz.

Y aunque no recuerde su historia, mi corazón la reconoce.
Y eso… me asusta tanto como me calma.




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