Narrado por Elena
Dicen que el amor no siempre llega como una explosión.
A veces lo hace como una brisa suave, una mirada sostenida un segundo más de lo normal, una palabra que se queda flotando cuando ya deberías haberte despedido.
Y lo curioso es que no lo entiendes cuando llega.
Solo lo sientes.
Y finges que no lo sabes, porque admitirlo sería aceptar que algo dentro de ti está despertando otra vez.
Esa tarde iba camino a la escuela de Lizzy.
El cielo estaba cubierto, pero no llovía. El aire tenía ese olor a tierra húmeda que anuncia un cambio, algo entre la calma y la nostalgia. Caminaba distraída, repasando mentalmente lo que tenía que cocinar, las tareas pendientes, el libro que debía entregar. Y, sin embargo, debajo de todo eso, había otra idea repitiéndose en silencio: ojalá pudiera verlo hoy.
Y el pensamiento se volvió realidad.
Mark venía desde la otra acera, sin bata, con una camisa remangada y el cabello despeinado por el viento. No parecía el doctor del hospital; parecía un hombre cualquiera saliendo del trabajo, buscando un poco de paz. Pero al verlo, algo en mí se tranquilizó. Como si el día, de repente, tuviera sentido.
—Elena —dijo, sonriendo, como si de verdad se alegrara de verme—. Qué coincidencia.
—Hola, Mark. —Mi voz sonó más suave de lo que esperaba—. Salí antes para buscar a Lizzy.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó, sin rodeos.
Asentí. No supe si era buena idea, pero no quise decir que no.
Caminamos sin prisa. Sus pasos se ajustaron a los míos, y la conversación empezó como siempre: sencilla.
Me contó que había terminado su turno, que el hospital estaba más tranquilo que de costumbre.
Yo le hablé de Lizzy, de cómo últimamente estaba obsesionada con pintar corazones, “de todos los tamaños y colores posibles”.
Él rió.
—Tiene a quién parecerse, entonces.
—¿A mí? —pregunté, fingiendo sorpresa.
—Sí —respondió—. Eres igual. Solo que los tuyos no están en papel.
No supe qué decir. Me limité a mirar el suelo, pero mi corazón ya iba un paso por delante.
El viento jugaba con el borde de mi abrigo, y por un instante, nuestros brazos rozaron.
Fue apenas un contacto, un roce leve, pero suficiente para que ambos nos detuviéramos un segundo, mirándonos sin saber si disculparnos o sonreír.
Ninguno lo hizo. Seguimos caminando, aunque ahora más cerca.
Nuestros dedos se buscaron sin proponérselo, y cuando finalmente se tocaron, no fue un accidente.
Solo duró un instante, un roce silencioso que bastó para que mi respiración se desacomodara y su sonrisa —esa mitad sonrisa que parecía contener algo más— apareciera sin permiso.
Pasamos frente a una panadería, y el aroma a canela se coló entre nosotros.
—Ese olor me gusta —dijo Mark—. No sé por qué, pero siempre me hace sentir en casa.
—Quizás te recuerda a algo —murmuré.
—O a alguien —añadió él, y me miró con una intensidad que me hizo apartar la vista.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue de esos que dicen más que cualquier frase.
Caminamos unos metros sin hablar, hasta que él señaló el cielo.
—Mira —dijo—, parece que va a llover, pero se detiene justo antes.
—Como si dudara —contesté.
—Sí… como si también tuviera miedo de caer.
Reí bajito, intentando disimular lo que sentía, pero en el fondo entendí lo que quería decir.
Quizás ninguno de los dos estaba listo para dejarse caer…
aunque, sin darnos cuenta, ya estábamos empezando a hacerlo.
Cuando llegamos a la escuela, Lizzy ya estaba saliendo con su mochila rosada y los cabellos despeinados por el recreo. En cuanto nos vio, corrió hacia mí… y luego hacia él.
—¡Doctor Mark! —gritó, abrazándolo sin reservas.
Él se agachó para recibirla, sorprendido, pero sonrió como si ese gesto hubiera iluminado todo su día.
—Vaya, alguien tuvo un buen día en la escuela —dijo, mientras ella le mostraba un dibujo de tres figuras tomadas de la mano.
—Mira, somos tú, mamá y yo —explicó Lizzy—. Solo que tú estás más alto porque eres el doctor.
Mark me miró por encima de su cabeza, con una mezcla de ternura y algo más… algo que no me atreví a nombrar.
Yo también sonreí, pero sentí el pecho apretado.
Porque había belleza en esa escena, pero también vértigo.
Lizzy siguió saltando entre nosotros mientras caminábamos hacia la casa, tarareando una canción inventada.
Mark la escuchaba con una sonrisa serena, de esas que no se fingen, mientras yo los observaba a ambos, sintiendo una paz que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.
Cuando nos despedimos frente al portón, Lizzy corrió a despedirse otra vez de él, envolviéndolo en un abrazo rápido que lo tomó por sorpresa.
Él le devolvió el gesto, y por un momento, el mundo pareció detenerse ahí: en esa imagen tan sencilla y perfecta que no sabía si me conmovía o me dolía.
Mark levantó la mano en señal de adiós y caminó calle abajo.
Lizzy lo siguió con la mirada hasta que desapareció entre los árboles.
—Le cae bien el color del cielo —dijo de pronto, y no supe si hablaba del atardecer o de él.
Cuando cerré la puerta, el aire de la casa me pareció distinto, más tibio, como si alguien hubiera dejado un resto de su presencia flotando.
Y mientras ayudaba a Lizzy a dejar su mochila y preparar la merienda, sentí algo que no quise nombrar todavía.
No era amor, no aún.
Pero sí la sensación inequívoca de que el corazón empezaba, poco a poco, a recordar cómo latir de nuevo.
Porque hay personas que llegan sin avisar,
pero una vez que entran en tu vida, ya no sabes imaginarla sin ellas.