Tú y yo... por siempre juntos

Una pulsera familiar

Narrado por Elena

Las mañanas tranquilas en casa tienen su propio sonido.
No es el silencio, sino una mezcla de cosas suaves: el roce de los lápices sobre el papel, el zumbido bajo de la nevera, el golpeteo de una cucharita contra una taza.
Son los pequeños ruidos de una vida que, de alguna manera, vuelve a sentirse estable.

Esa mañana, Lizzy estaba en la mesita de café de la sala, con la lengua ligeramente asomada en señal de concentración.
Delante de ella había una montaña de hilos de colores, cuentas redondas y una cajita de abalorios que alguna vez le había regalado Sofía.
Cada tanto, levantaba la cabeza para mirarme, como si necesitara asegurarse de que yo no la estaba mirando demasiado.
Sabía que tramaba algo, pero decidí dejarla ser.

Yo estaba en el sofá, con la tableta sobre las rodillas y un café que se enfriaba lento.
Escribía ideas sueltas para el libro —una frase aquí, una escena allá—, aunque la mitad de mis pensamientos estaban en otra parte.
En la caminata del día anterior, en la forma en que Mark me había mirado, en ese instante en que nuestras manos se tocaron sin querer y el mundo pareció quedarse quieto.
Había algo imposible de negar en todo eso, pero también una parte de mí que se resistía a llamarlo por su nombre.
Tal vez por miedo. O por costumbre.

—Mami, ¿cómo se escribe “amigo”? —preguntó Lizzy de pronto, rompiendo mis pensamientos.
—A-m-i-g-o —respondí, deletreando con una sonrisa.
—¿Y “doctor”?
—D-o-c-t-o-r.
—Gracias —dijo bajito, mientras continuaba tejiendo con una paciencia que no solía tener ni para abrocharse los zapatos.

La observé con ternura. Su cabello suelto le caía sobre los hombros y la luz de la ventana iluminaba las cuentas que rodaban sobre la mesa, pintando pequeños destellos en el suelo.
Había algo mágico en verla tan concentrada.
Era como mirar el reflejo de lo que alguna vez fui antes de que la vida se llenara de responsabilidades.

—¿Y puedo saber qué haces con tanto misterio? —pregunté finalmente.
—No —respondió ella sin levantar la vista—. Es sorpresa.
—¿Para quién?
Se detuvo, pensó un segundo y sonrió apenas.
—Para alguien que me cae bien.

No insistí. Solo asentí y volví a mi tableta, aunque mis dedos ya no escribían nada.
Pasaron varios minutos en los que lo único que se escuchaba era el sonido de las cuentas chocando entre sí y el tictac del reloj.

De pronto, Lizzy se levantó con una energía repentina, corrió a mi lado y me mostró lo que tenía entre las manos.
Era una pequeña pulsera hecha con hilo rojo y cuentas de madera, con una letra “M” en el centro.
No era perfecta —algunas cuentas estaban torcidas—, pero tenía esa belleza sincera de las cosas hechas con cariño.

—Es para el doctor Mark —dijo, con el brillo más puro en los ojos—. Porque siempre nos ayuda… y porque me gusta cuando sonríe.
Me quedé mirándola, sin saber si reír o llorar.
—Te quedó preciosa, amor —susurré—. Estoy segura de que le encantará.

Lizzy la sostuvo con cuidado, como si llevara algo muy frágil entre los dedos.
—¿Podemos invitarlo? —preguntó después, con esa voz que mezcla inocencia y decisión—. Quiero dársela yo misma.
—¿Invitarlo? ¿Aquí? —repetí, tratando de sonar natural.
—Sí. Tú puedes decirle que venga. Solo un ratito.

Mi corazón dio un pequeño salto, pero intenté que no se notara.
Asentí despacio, acariciándole el cabello.
—Está bien, veré qué puedo hacer.

Lizzy sonrió, satisfecha, y volvió a su mesa para hacer una segunda pulsera, “por si acaso se rompe la primera”.
Yo la observé unos segundos más y luego miré mi tableta, donde las palabras que había escrito parecían mirarme de vuelta:
“A veces, el amor empieza con un gesto pequeño que no busca nada a cambio.”

Esa frase se quedó conmigo el resto del día.
Y mientras el sol entraba por la ventana, supe que, de algún modo, una simple pulsera había tejido algo más que hilos: había unido tres vidas que todavía no sabían lo entrelazadas que estaban.

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Narrado por Mark

El reloj del hospital parecía avanzar más lento que de costumbre.
El día había sido largo, lleno de consultas rutinarias y de esos silencios entre diagnósticos que uno aprende a leer con el tiempo.
Cuando por fin me senté en la estación de descanso, con el café tibio entre las manos, el teléfono vibró sobre la mesa.
Miré la pantalla. “Elena Sterling.”

Mi pecho dio un pequeño vuelco.
Contesté.

—Hola, Elena. ¿Todo bien? —pregunté, con la voz un poco más preocupada de lo que quería mostrar.
Hubo un breve silencio al otro lado, el tipo de pausa que uno asocia con las malas noticias.

—Sí, sí… todo bien —respondió al fin, nerviosa—. Perdón si te asusté. No te llamo por nada médico.
—Ah —dejé escapar una risa suave, aliviada—. Por un momento pensé que había pasado algo con Lizzy.
—No —dijo ella—, está perfecta. Solo… —hizo una pausa, como si midiera cada palabra—, solo quería preguntarte si podrías venir a casa esta tarde.
—¿A casa? —repetí, sorprendido.
—Lizzy insiste en invitarte. Dice que quiere darte algo que hizo ella misma… y preparó tu comida favorita.

Sonreí sin pensarlo.
—¿Mi comida favorita?
—Sí, bueno, técnicamente dijo que era su comida favorita, pero por cómo lo dijo, creo que ambas cosas son ciertas.

No supe por qué, pero algo en esa frase me dejó un nudo extraño en el pecho.
—¿Y cuál es? —pregunté, curioso.
—Pollo al horno con puré de papas y zanahorias glaseadas.

Mi mente se detuvo.
Por un instante, el ruido del hospital pareció alejarse.
Esa combinación. Ese sabor. Lo conocía.
No sabía de dónde ni por qué, pero lo conocía.
Era como una palabra que había olvidado pronunciar durante años y que de repente volvía a la lengua con naturalidad.




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