Tú y yo... por siempre juntos

Promesas que no recuerdo

Narrado por Mark

Hay días que comienzan igual que todos los demás, y sin embargo algo —una palabra, un gesto, un objeto— cambia el peso del aire.
Hoy fue una pulsera.

Uno de mis pacientes, un niño de siete años con una sonrisa que podría iluminar cualquier pasillo, la vio en mi muñeca mientras revisaba su saturación.
—¿Esa te la dio tu hija? —preguntó, con esa curiosidad que no mide fronteras.
Negué, sonriendo.
—No. Me la regaló alguien muy especial.
El niño asintió como si entendiera algo que ni yo entendía del todo.
—Entonces es más importante todavía.

Su madre lo llamó, y él se fue corriendo con la bata ondeando como capa.
Me quedé mirando la pulsera, dándole vueltas a las palabras del niño.
“Más importante todavía.”

Cuando mi turno se calmó, fui a la sala de médicos. El reloj marcaba las tres y media, y el silencio de la habitación se sentía distinto, como si también esperara algo.
Apoyé la cabeza en el respaldo del sillón, solo unos minutos, me dije.
El sueño llegó sin permiso.

Estoy de pie bajo una lluvia tenue.
No sé dónde estoy, pero siento el olor a tierra mojada y un pulso cálido en el pecho, como si alguien me esperara del otro lado del camino.
Escucho una voz femenina, suave, riendo entre gotas.
No distingo su rostro, pero sé que sonríe.
Una mano se acerca, pequeña, temblorosa, buscando la mía.
Cuando la roza, siento un calor que me traspasa los huesos.
No hay palabras, solo un silencio tan lleno de significado que parece contener toda una historia.

Entonces la lluvia se detiene.
Ella me dice algo —no lo entiendo del todo—, pero hay una frase que me queda grabada, aunque se disuelva en el aire antes de completarse:
“Prométeme que…”.
Despierto justo antes de saber qué.

Abrí los ojos con un sobresalto.
La sala estaba vacía.
El reloj marcaba las 4:07.
El corazón me golpeaba el pecho como si hubiera corrido.
Miré la pulsera.
Seguía ahí, quieta, pero por un momento sentí que tenía vida propia, como si guardara el eco de una promesa antigua que no recordaba haber hecho.

Me levanté.
No podía quedarme sentado.
Fui a caminar por los pasillos.
El hospital tenía esa calma engañosa de las madrugadas: luces bajas, pasos que se pierden, máquinas que respiran por otros.

Pasé frente a la sala de dibujo infantil.
Un par de enfermeras estaban ordenando papeles y riendo entre ellas.
Una de ellas levantó la vista al verme.
—Doctor Rivera, mire esto —dijo mostrándome una hoja llena de colores—. La encontramos entre los dibujos guardados de los pacientes. La hizo hace tiempo una niña llamada Lizzy Sterling, ¿la recuerda?
Me acerqué.
En el papel había tres figuras: una niña, una mujer con el cabello suelto y un hombre con una bata blanca.
Los tres tomados de la mano bajo un cielo naranja.

—Parece que lo quería mucho —dijo la otra enfermera, sonriendo—. Y que su mamá también.
Ambas se miraron con picardía.
—Tal vez no sea solo la niña —añadió la primera, entre risas.

No supe qué responder.
Me limité a devolver la hoja con cuidado, con el estómago apretado.
—Lizzy tiene talento —dije al fin, y salí antes de que notaran el rubor en mis mejillas.

Mientras caminaba por el pasillo, volví a mirar la pulsera.
El hilo rojo rozó la piel de mi muñeca, y sentí un impulso extraño: el deseo de no quitármela nunca.
No sabía por qué.
Solo que, por algún motivo, me hacía sentir menos vacío.
Como si algo —o alguien— me estuviera recordando que, aun sin memoria, todavía había promesas latiendo dentro de mí.

A veces los sueños no nos muestran el pasado, sino aquello que aún no sabemos cómo decir.
Y en el silencio que dejan, uno se da cuenta de que hay promesas que viven incluso cuando se olvidan sus palabras.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.