Narrado por Elena
Dicen que el amor no se olvida, solo cambia de forma. Que uno puede seguir adelante sin dejar de mirar atrás. Pero nadie te dice cómo hacerlo sin sentir que, al avanzar, estás traicionando lo que alguna vez fue.
Esa es mi batalla silenciosa.
No entre el pasado y el presente, sino entre la culpa y el deseo.
Han pasado días desde que Lizzy hizo su dibujo, pero aún no puedo mirarlo sin que se me oprima el pecho. Cada trazo parece decir algo que yo no puedo poner en palabras. A veces lo miro cuando ella duerme, y me descubro acariciando el papel como si fuera algo frágil que no quiero borrar.
Esta mañana, mientras escribía en mi cuaderno, me detuve más de una vez. Las palabras no fluían como antes. Cada escena de la novela parecía mezclarse con mi propia historia: una mujer que intenta amar otra vez, aunque todavía duerme con las sombras de su pasado.
Y no supe si escribía ficción o una confesión.
Lizzy, en cambio, no tiene dudas.
Me preguntó si ya le había dicho al doctor Mark que venga a casa.
—Para ver mi dibujo —aclaró enseguida, aunque lo dijo con una sonrisa demasiado amplia, demasiado segura.
No le respondí enseguida. Solo la abracé.
A veces me asombra cómo los niños pueden ver lo que los adultos nos pasamos la vida negando.
Cuando salimos a caminar por la tarde, el viento traía olor a tierra mojada y hojas. Era uno de esos días en los que el mundo parece en pausa, como si esperara que alguien decidiera qué hacer con él.
Lizzy hablaba de cualquier cosa —su tarea, una nueva canción, el postre que quería probar—, pero yo apenas escuchaba.
Mi mente estaba llena de imágenes que no sabía ordenar: el rostro de Lucas, la voz de Mark, la risa de mi hija, la vida que tenía y la que podría tener.
Y entre todo eso, una pregunta constante:
¿por qué no puedo soltarlo?
No es solo por él.
No es solo por Lucas.
Es por la parte de mí que se quedó congelada en el día en que desapareció.
Esa versión de mí que aún espera que vuelva, que teme olvidar su voz, que guarda la esperanza como si fuera una forma de lealtad.
Pero hay otra parte —una que crece sin permiso— que empieza a mirar a Mark y sentir algo distinto. Algo tibio, familiar, y a la vez completamente nuevo.
Y esa mezcla me desarma.
Porque no sé si amar de nuevo significa olvidar.
O si amar de nuevo es otra manera de recordarlo.
Más tarde, cuando Lizzy se durmió, encendí una vela en el pequeño rincón del escritorio. Me gusta pensar que el fuego, por un instante, ilumina todo lo que no sé decir.
Saqué una vieja caja donde guardo cartas, fotos, fragmentos de una vida que alguna vez fue mía. Entre ellas, una foto en blanco y negro, apenas desgastada: Lucas sosteniéndome la mano en el muelle, el día antes de que todo cambiara.
Su sonrisa seguía igual de viva.
Y, sin embargo, al mirarla, no sentí lo de antes.
Sentí… agradecimiento.
Por haberlo amado. Por haber sido amada.
Y por, de algún modo, seguir viva después de perderlo.
Cerré la caja.
No con tristeza, sino con cuidado.
Como quien entiende que no puede seguir caminando con ambas manos aferradas al pasado.
Me acerqué a la ventana. Afuera, la noche estaba despejada. En el cielo, una sola estrella parecía resistirse a apagarse, brillando un poco más fuerte que las demás.
Pensé en Mark.
En su forma de mirar, de escuchar, de no presionar cuando el silencio pesa.
En cómo, sin decirlo, parece entender las partes de mí que todavía están en ruinas.
Y por primera vez en mucho tiempo, no sentí culpa por pensarlo.
Solo una calma tenue, como quien finalmente respira sin miedo.
Porque tal vez amar otra vez no sea traicionar al pasado.
Tal vez sea la forma más sincera de honrarlo.
De decirle: “Gracias por lo que fuiste. Ahora déjame seguir.”