Narrado por Elena
Sofía dice que el café ayuda a ordenar las ideas, pero yo creo que lo que realmente las ordena es hablar en voz alta con alguien que te conoce desde antes de que empezaras a fingir que estabas bien.
Por eso acepté su invitación sin pensarlo demasiado.
Volvimos a nuestro lugar, esa cafetería escondida entre calles tranquilas, con olor a vainilla, madera húmeda y recuerdos que nunca se van del todo. Las sillas crujían igual que siempre, la luz se filtraba por las cortinas beige y el vapor del café empañaba los bordes de la ventana.
Era casi como volver al capítulo veinte de mi propia vida.
—Tienes esa cara —dijo Sofía apenas me vio—. La de “quiero contarte algo, pero aún no sé si debería”.
Reí bajito. No porque negara la acusación, sino porque la acertó sin esfuerzo.
—No sé si tengo algo que contar —murmuré.
—Entonces lo tienes —contestó, levantando una ceja—. Si no fuera importante, no estarías buscando las palabras.
Pedimos lo de siempre: dos capuchinos y una porción de pastel de zanahoria para compartir. La espuma del café formaba pequeños remolinos, como si imitara mis pensamientos.
—¿Y bien? —insistió ella, apoyando el mentón en la mano—. ¿Qué pasa por esa cabeza de escritora últimamente?
—Estoy escribiendo… —dije, bajando la voz—. O al menos intentándolo. Tengo algunas ideas para mi nuevo libro, pero todavía no sé cómo darles forma.
—¿Es romántico? —preguntó, con ese brillo curioso que siempre tenía cuando olía drama.
—Tiene algo de eso… —contesté, removiendo la taza—. Pero más que romance, creo que trata de reencuentros. De lo que pasa cuando el corazón se cruza con algo que creías perdido.
Sofía me observó un largo segundo, sin decir nada.
—¿Y el protagonista? —preguntó finalmente—. ¿Se parece a alguien que yo conozca?
Intenté reír, pero la voz me salió quebrada.
—A nadie en particular —mentí, y ella arqueó una ceja con la paciencia de quien ya sabe la verdad antes de oírla.
—Claro, “a nadie” —repitió con una sonrisa ladeada—. ¿Y ese “nadie” usa bata blanca por casualidad?
No respondí. Solo bebí un sorbo de café que ya se había enfriado.
Ella dejó la cuchara sobre el plato, se inclinó un poco hacia mí y habló más suave.
—Elena… no está mal volver a sentir. No lo hace menos real, ni borra lo que viviste con Lucas.
—No es tan simple —dije, casi en un suspiro.
—Nunca lo es. Pero mírate —sus ojos se suavizaron—. Hace años que no hablabas de alguien con esa calma. No te brillaban los ojos así.
Guardé silencio. No quería admitirlo, pero ella tenía razón.
No era el tipo de brillo de la ilusión juvenil, ni el de la euforia. Era otra cosa. Una luz más suave, más madura. La de alguien que no busca reemplazar, sino reconstruir.
Y eso me daba tanto miedo como esperanza.
—A veces pienso que si sigo adelante, lo estoy traicionando —confesé al fin—. Como si amar otra vez fuera decirle adiós por completo.
Sofía sonrió, triste y sabia.
—El amor no se divide, Elena. Se transforma. Lucas fue tu historia. Mark… —hizo una pausa— podría ser tu segunda oportunidad de escribir el final que no pudiste.
Sus palabras se quedaron flotando entre nosotras como el vapor del café.
No supe qué contestar.
Nos quedamos mirando por la ventana. Afuera, un niño saltaba sobre los charcos de la acera mientras su madre lo reñía entre risas.
Y por alguna razón, esa imagen me pareció una metáfora perfecta:
la vida sigue salpicando, incluso cuando intentas mantenerte seca.
Sofía rompió el silencio con esa facilidad que solo ella tiene.
—Por cierto, tu nuevo libro va a necesitar una dedicatoria —dijo con un guiño—. Si quieres, puedo ir pensando un título: El doctor que no sabía que ya la conocía.
Rodé los ojos, pero terminé riendo.
Su risa arrastró la mía, y por un momento el peso del pasado se hizo más liviano.
Entonces mi teléfono vibró sobre la mesa.
La pantalla se iluminó con un mensaje:
Mark Rivera: “Solo quería recordarte que la cita de seguimiento de Lizzy es la próxima semana. Nos veremos pronto.”
Un mensaje profesional, casi rutinario. Pero había algo en ese “nos veremos pronto” que me hizo sentir un calor suave en el pecho.
Sofía, por supuesto, se asomó sobre la mesa y lo leyó sin disimulo.
—Ah, mira tú, ‘nos veremos pronto’ —repitió, acentuando cada palabra—. Qué forma tan elegante de decir te estoy pensando.
—Sofía… —protesté, tratando de ocultar mi sonrisa.
—No me digas que no te sonrojaste, porque ya lo estás —bromeó, dando un sorbo triunfal a su café.
Antes de irnos, Sofía me tomó la mano.
—Solo prométeme algo —dijo—: que no vas a esconderte de lo que sientes.
Asentí, aunque no estaba segura de poder cumplirlo.
Salimos del café y el aire fresco nos recibió con olor a lluvia lejana.
Mientras caminaba hacia el auto, sentí que algo dentro de mí —una decisión que aún no pasaba por mis pensamientos— ya había sido tomada por el corazón.
No la entendía todavía, pero sabía que, de algún modo, había empezado a moverme hacia ella.