Narrado por Mark
No suelo ponerme nervioso antes de una cita médica, pero esa mañana algo no encajaba.
Revisé tres veces los informes antes de que llegaran, aunque ya me los sabía de memoria. Era solo un control rutinario, un seguimiento de los resultados de Lizzy, nada urgente. Pero aun así… el reloj parecía moverse más lento de lo normal.
Me descubrí mirando la puerta de la consulta más veces de las necesarias.
Cada ruido en el pasillo me hacía girar la cabeza.
No sé si era preocupación médica o algo mucho más personal.
Quizás ambas.
Cuando al fin entraron, el aire se sintió distinto.
Elena saludó con esa mezcla de cortesía y timidez que todavía no logro descifrar, y algo dentro de mí se detuvo.
No fue sorpresa… fue familiaridad.
Como si mi cuerpo supiera que esa imagen —ella caminando hacia mí, el cabello cayendo sobre los hombros, la expresión tranquila pero algo contenida— ya había ocurrido antes, en otro lugar, en otro tiempo que no puedo recordar.
Me quedé inmóvil por unos segundos, sintiendo cómo esa sensación me atravesaba sin aviso.
Entonces Lizzy rompió el hechizo.
Corrió hacia mí con la naturalidad de quien no ve batas ni hospitales, solo a alguien en quien confía.
—¡Doctor Mark! —exclamó, con una sonrisa que parecía traer su propia luz—. Mira, traje mi pulsera.
Levantó la muñeca con orgullo, y mi pecho se apretó. Era igual a la que ella misma me había hecho semanas atrás. Los mismos colores, las mismas cuentas mal alineadas.
Pero antes de que pudiera decir algo, noté que ella me observaba con atención, como si buscara algo.
—¿La estás buscando? —pregunté.
Lizzy asintió, con los ojos grandes y expectantes.
Saqué la mano del bolsillo de mi bata y le mostré la pequeña pulsera doblada con cuidado.
—No puedo usarla mientras trabajo —le dije con una sonrisa suave—, pero siempre la llevo conmigo.
Sus ojos se iluminaron, y me abrazó sin pensarlo.
—Sabía que no te olvidarías —dijo, con una convicción que me desarmó.
Elena sonrió ante la escena. Ese tipo de sonrisas que no necesitan sonido, solo presencia.
Yo solo pude devolverle una mirada breve, de esas que duran un instante, pero dicen más de lo que debería decirse frente a un paciente.
El examen fue tranquilo, pero no rutinario.
Lizzy hablaba sin parar, y su energía llenaba la sala con esa alegría que ni los hospitales pueden apagar.
—¿Sabes qué, doctor Mark? —me dijo mientras yo tomaba nota en el expediente—. En el recreo, Sara me dejó usar sus crayones nuevos, pero no los de purpurina, porque dice que brillan solo si haces dibujos felices.
—Entonces te debe haber prestado todos —le respondí, sonriendo.
Ella rió y siguió contando anécdotas, saltando de un tema a otro, mientras yo auscultaba su pecho y medía su pulso.
Elena la observaba con atención desde la silla, y cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía ese pequeño desequilibrio en el aire.
No era incomodidad… era algo más cálido, más silencioso.
A veces, cuando la ayudaba a tomar notas o explicaba un término técnico, sus ojos se quedaban en los míos un segundo de más, como si buscara algo que no podía decir.
—Su frecuencia cardíaca está perfecta —le dije finalmente—. Los valores del hemograma también se mantienen estables.
Ella asintió, con ese gesto discreto de alivio que solo una madre puede tener.
—Entonces… ¿podemos bajar la dosis del suplemento? —preguntó.
—Aún no —contesté suavemente—. Prefiero mantenerla así unas semanas más, hasta confirmar los resultados del próximo control.
Mientras hablábamos, Lizzy jugaba con el estetoscopio que colgaba de mi cuello, tratando de escuchar su propio corazón.
—Se oye como tambor —dijo riendo.
—Eso significa que está fuerte —respondí, colocándole el auricular suavemente sobre el pecho—. Y feliz.
Elena sonrió, observando la escena.
—Va a terminar robándote el trabajo.
—No me sorprendería —bromeé—. Tiene buena mano con los pacientes.
Lizzy levantó la cabeza con orgullo.
—¿Puedo ser doctora también?
—Claro que sí —le respondí—. Pero primero, tienes que seguir comiendo bien, dormir mucho… y obedecer a tu mamá.
—Eso último no me gusta tanto —murmuró, haciéndonos reír a ambos.
Era una consulta médica, sí.
Pero a ratos se sentía como una conversación de familia.
Esa naturalidad con la que Lizzy confiaba en mí, esa ternura que Elena dejaba escapar entre preguntas…
Y yo, intentando no perder de vista el límite entre lo profesional y lo personal, sin lograrlo del todo.
Cuando terminé de anotar los datos finales en el informe, levanté la vista.
Elena me observaba en silencio, y por un instante no fue una madre ni yo un médico.
Solo dos personas compartiendo la certeza de que la vida les estaba devolviendo algo que creían perdido.
Cuando terminé de hablar, Lizzy se adelantó con una petición que no esperaba.
—¿Podemos ir al parque que está afuera? Por favor, solo un ratito —dijo, tirando suavemente del brazo de su madre—. El doctor puede venir con nosotras, ¿verdad?
Cuando terminé de anotar los datos finales en el informe, levanté la vista.
Elena me observaba en silencio, y por un instante no fue una madre ni yo un médico.
Solo dos personas compartiendo la certeza muda de que la vida —de algún modo— les estaba devolviendo algo que creían perdido.
Y justo entonces, Lizzy se adelantó con una petición que no esperaba.
—¿Podemos ir al parque que está afuera? Por favor, solo un ratito —dijo, tirando suavemente del brazo de su madre—. El doctor puede venir con nosotras, ¿verdad?
La forma en que lo dijo, con esa mezcla de ilusión y confianza absoluta, me dejó sin palabras.
—No creo que el doctor tenga tiempo, cielo —respondió Elena con suavidad—, seguro está ocupado.
—Pero es mi doctor favorito —replicó Lizzy sin pensarlo, y enseguida, al ver mi sonrisa, se corrigió con rapidez—. Digo… el doctor Mark.
Me reí bajito, y no supe qué me conmovió más: la inocencia de su corrección o el rubor que subió al rostro de Elena.
Ella evitó mi mirada por unos segundos, y la escena se volvió tan cálida que casi olvidé que estábamos en un consultorio.