Narrado por Mark
A veces, los encuentros más necesarios ocurren sin cita.
No planeas ver a alguien, pero de pronto está ahí, justo cuando el silencio te pesa demasiado.
Esa tarde salí del hospital distinto. No agotado del trabajo, sino de lo que no podía decirle a nadie.
Había pasado toda la mañana en la sala de neonatología, acompañando el caso de un niño recién nacido que luchaba por mantenerse con vida.
Era uno de esos casos donde la fuerza no viene solo del cuerpo, sino del amor.
Sus padres lo sabían desde antes de que naciera. Sabían que su hijo venía con una batalla bajo el brazo.
Y aun así, siguieron adelante. No se rindieron antes de comenzar.
Le dieron el derecho de vivir, de pelear, de sentir la luz.
Los observé en silencio durante horas, tomándose de la mano frente a la incubadora, hablándole a su hijo entre cables y pitidos.
En ese instante sentí algo que no esperaba: admiración.
Por su valentía, por su fe, por esa decisión que va más allá del miedo.
Y también una punzada de vacío.
No por ellos… sino por mí.
Porque, por alguna razón que no entendía, mirar a ese niño era como mirar algo que había perdido sin saber cuándo.
Caminé sin rumbo, buscando despejarme. Terminé en una pequeña plaza del centro, de esas con bancos viejos y una fuente que suena más fuerte de lo que debería, mientras guarda las conversaciones que nadie termina. Me senté, dejé que el sol me golpeara la cara y cerré los ojos.
Fue entonces cuando escuché una voz conocida.
—¿Mark?
Abrí los ojos y ahí estaba Elena, con una bolsa de papel en la mano y el cabello algo despeinado por el viento y esa expresión suya que mezcla sorpresa y preocupación.
—Hola —dije, intentando sonreír.
—¿Estás bien? —preguntó, con esa mirada que siempre parece ver un poco más de lo que uno dice.
Dudé un segundo, pero terminé asintiendo.
—Sí… solo fue un día largo.
—¿Mucho trabajo?
—Sí, y muchas emociones —murmuré.
Ella se sentó a mi lado sin pedir permiso, como si supiera que necesitaba compañía, no preguntas.
Guardamos silencio un rato, hasta que las palabras salieron solas.
—Atendimos a un bebé —dije finalmente—. Nació con una enfermedad complicada. Sus padres lo sabían desde antes, y aun así decidieron seguir adelante. No por resignación, sino por amor.
Tomé aire.
—Los admiro, ¿sabes? Fueron valientes. Pudo ser más fácil rendirse antes de empezar, evitar el dolor. Pero eligieron lo contrario: darle una oportunidad de luchar, de existir… de respirar.
Guardé silencio. Las palabras me temblaban en la garganta.
Elena no habló. Solo me escuchaba, con esa calma suya que nunca apura.
—Y mientras los veía —continué—, pensé… ¿cómo se hace? ¿Cómo se pasa de tener una vida normal a ser padre? A tener en tus manos algo tan frágil y, aun así, sentir que puedes con todo.
Cuando terminé de hablar, me arrepentí al instante.
Elena bajó la mirada y habló con voz serena.
—Supongo que cuando amas así, no hay elección posible. Uno simplemente… sigue.
La miré de reojo, y en su tono había una melancolía que no necesitaba explicación.
—¿Tú también sentiste eso? —pregunté sin pensarlo.
Ella tardó un segundo en responder.
—Sí. El miedo viene primero, siempre. Pero luego llega el amor… y lo cubre todo. Es como si el mundo se achicara y solo quedara eso: cuidar.
Sus palabras me atravesaron.
Mientras la escuchaba, no podía evitar pensar que yo hubiera deseado sentir eso alguna vez: ese amor que nace antes del recuerdo, ese impulso de proteger sin medida.
No sé por qué, pero algo dentro de mí se revolvió, como si mi corazón entendiera algo que mi mente aún no alcanzaba.
—Cuando supe que estaba embarazada, —dijo con un rostro tranquilo, pero sus ojos decían mucho más— pensé que no podría hacerlo sola. Tenía miedo… de todo. De fallar, de no ser suficiente, de no tener fuerzas para dar lo que necesitaba.
Su voz se quebró apenas, pero continuó:
—Y luego la sentí moverse por primera vez. Fue como si algo dentro de mí encajara. Supe que no había marcha atrás. Que ya no era solo mi vida, era la nuestra.
Guardé silencio. No quería interrumpirla.
Elena miró hacia la fuente, como si hablara con el reflejo del agua y no conmigo.
—Cuando nació Lizzy —prosiguió—, el miedo cambió de forma. Ya no era por mí, sino por ella. Cada fiebre, cada tos, cada silencio… todo dolía distinto. Pero también todo valía la pena.
Sonrió con ternura.
—Ser madre es eso. Tener miedo todo el tiempo, y aun así seguir.
La escuchaba, y en su voz había una música que me dolía y me tranquilizaba a la vez.
Esa mezcla de fortaleza y vulnerabilidad me era extrañamente familiar, como si ya la hubiera escuchado antes, en otro lugar, en otro tiempo.
No sabía por qué, pero mientras hablaba, una parte de mí sentía que estaba recordando algo que no podía ubicar.
—Debe ser… hermoso —dije al fin, en voz baja—. Y aterrador también.
Ella asintió.
—Sí. Pero cuando los miras dormir, se te olvida todo. Hasta el miedo.
Me quedé callado. Su voz era tranquila, pero tenía un eco que me estremecía.
Quise dejarlo ahí, pero una pregunta me escapó de los labios antes de poder detenerla:
—¿Y… cómo lo tomó tu esposo? —pregunté con cuidado, temiendo invadir un terreno que no me pertenecía—. Perdón si no debería preguntar…
Elena no se molestó. Su expresión se suavizó, y por un momento miró al suelo como si buscara las palabras exactas para no romperse.
—Lucas no lo supo —dijo al fin, en voz baja—. Nunca llegó a saberlo.
Sus ojos se quedaron fijos en un punto que yo no podía ver.
—Ese día… iba a decírselo.
Guardó silencio unos segundos, luego añadió:
—Por teléfono me dijo: “Ya quiero llegar a casa y saber cuál es. Te amo mucho.”
Tragué saliva. No quise interrumpirla.
—Habíamos hablado de una sorpresa —continuó—. No sabía si dejarle una notita con unos zapatitos pequeños o decírselo directamente en la cena. Quería que fuera especial, algo que ambos recordáramos siempre.
Sus labios temblaron apenas al decirlo.
—A las seis de la tarde ya tenía la mesa puesta, las luces bajas y una vela encendida. Pero él nunca llegó.
Respiró despacio.
—Pasar por todo eso sola me aterraba el doble… pero también me hizo más fuerte. No tuve opción. Tenía que serlo.