Narrado por Elena
El día después de nuestra conversación en la plaza amaneció nublado.
De esos en que el cielo parece dudar entre llover o seguir fingiendo calma.
Yo tampoco sabía muy bien en qué punto estaba.
Había dormido poco. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a escuchar su voz, tranquila y vulnerable, contándome lo que había sentido con ese niño en el hospital.
Y luego me escuchaba a mí misma, diciéndole cosas que no suelo contar.
Había algo distinto en esa charla… algo que me había dejado más ligera y más expuesta al mismo tiempo.
Lizzy, ajena a todo, desayunaba feliz frente a su plato de cereal.
—¿Mami, hoy vas a ir al hospital otra vez? —preguntó con la boca llena.
—No, cielo. Hoy no. —sonreí—. Hoy es día tranquilo.
Ella asintió, satisfecha, y volvió a concentrarse en pescar las estrellitas flotando en la leche.
Pero yo sabía que el día no iba a ser tan tranquilo como decía.
Había un mensaje en mi teléfono, uno que leí antes de levantarme de la cama.
“Espero que hayas descansado. Ayer hablé demasiado, lo sé. Gracias por escucharme.
Si no tienes planes más tarde… ¿podemos vernos?”
Era de Mark.
Lo releí tres veces, sin poder evitar la sonrisa.
No decía dónde ni por qué, pero su tono era tan sencillo que me desarmó.
La tarde había caído despacio, como si no quisiera interrumpir nada.
El cielo tenía ese tono que precede a la lluvia: un gris que huele a promesa.
Caminé hacia la cafetería sin pensarlo demasiado. O quizás sí, pero no quise admitirlo.
Era el mismo lugar de siempre.
El mismo donde, años atrás, solía ir con Lucas cada jueves después del trabajo.
Recordaba el sonido de las tazas, la forma en que la luz se filtraba por los ventanales, y cómo el aroma a café recién molido parecía mezclarse con la risa de entonces.
Pero esta vez no había pasado, sino presente.
Y Mark estaba allí, esperándome.
Me saludó con una sonrisa leve, de esas que parecen guardar algo más detrás.
—Pensé que tal vez no vendrías —dijo.
—Yo también lo pensé —respondí, intentando sonar natural.
Y entramos juntos.
La cafetería quedaba a unas calles del hospital. Al entrar, un aroma cálido de café recién molido y pan dulce nos envolvió.
El lugar tenía mesas de madera oscura, ventanales amplios y el murmullo tranquilo de conversaciones bajas.
Nos sentamos junto a la ventana, el mismo rincón donde alguna vez mi vida fue distinta, sin saber que ese rincón también estaba a punto de cambiar de significado.
Durante los primeros minutos hablamos poco.
El silencio no pesaba; era cómodo, casi necesario.
Después, Mark me preguntó por mi libro.
—¿De qué trata? —dijo, apoyando los brazos sobre la mesa.
Tomé aire antes de responder.
—De amor… —murmuré, bajando la vista hacia la taza—. Pero no de ese amor perfecto que se lee en los cuentos.
—¿Entonces?
—De ese que duele, que se rompe, que no se olvida del todo. De lo que queda cuando las palabras ya no alcanzan.
Él me escuchaba con atención, sin interrumpir.
Tenía esa forma de mirar que hace que las palabras parezcan más ciertas.
—A veces pienso —añadí— que el amor no desaparece, solo cambia de forma.
—Como el agua —dijo él suavemente—. Nunca se va, solo encuentra otro lugar donde quedarse.
No supe qué decir.
Me limité a sonreír. Y en esa sonrisa, algo en mi pecho se movió.
Era la misma cafetería donde Lucas y yo reímos por última vez.
Y sin embargo, ahora el eco era distinto.
Ya no dolía.
Solo… latía.
Elena (yo) quería agradecerle algo, aunque no supiera qué. Pero antes de poder hacerlo, mi teléfono sonó.
Era mamá.
Suspiré, disculpándome con la mirada.
—Tengo que irme, mamá me necesita —le dije, tomando mi bolso.
Mark asintió, aunque parecía querer decir algo más.
—Elena, yo… —empezó, pero se detuvo.
Sus ojos buscaron los míos, y por un segundo el aire se volvió espeso.
No sé qué iba a decir, pero lo que fuera se quedó suspendido entre nosotros, como una palabra que teme romperse al salir.
Me acomodé el bolso al hombro.
—De verdad, tengo que irme —murmuré, más suave de lo que quería.
Él se levantó casi al mismo tiempo.
—Déjame acompañarte un tramo —dijo, con esa voz tranquila que siempre suena a cuidado.
Salimos juntos. El aire afuera era tibio y denso, cargado de nubes.
El cielo tenía ese color que anuncia tormenta sin decidirse todavía.
Caminamos despacio, sin hablar, mientras las primeras luces del atardecer se reflejaban en los charcos viejos de la acera.
A mitad de la cuadra, la lluvia comenzó: primero una gota, luego otra, hasta que el suelo empezó a brillar.
Mark levantó la vista y sonrió, como si la lluvia le hablara.
—Parece que el cielo se cansó de esperar —dijo con un tono entre broma y melancolía.
Yo también miré hacia arriba. El agua fría me rozó las pestañas, y al bajar la mirada lo encontré observándome.
Esa expresión suya, entre sorpresa y ternura, me desarmó.
Por un instante, vi algo en él que no supe nombrar: un reflejo, un gesto, una sombra tan familiar que el corazón me dolió sin motivo.
Y sin pensar, sin querer, sin poder evitarlo, nuestros rostros se acercaron.
Fue lento, casi imperceptible.
El sonido de la lluvia se volvió lejano, como si el mundo contuviera el aliento.
Y entonces, nuestros labios se unieron.
El beso fue breve, tembloroso, pero tan real que me hizo olvidar dónde terminaba la nostalgia y empezaba el presente.
No había duda, ni prisa, solo una certeza extraña: la de que ya no podía fingir que nada estaba cambiando.
Cuando nos separamos, quedamos tan cerca que podía sentir su respiración mezclarse con la mía.
Sus labios se movieron apenas, como buscando una frase que no encontraba.