Narrado por Mark
Dicen que la mente tiene una manera curiosa de protegernos:
cuando algo duele demasiado, no lo borra… lo esconde.
A veces lo cubre con otras imágenes, otras voces, otros nombres.
Y uno sigue viviendo, creyendo que todo está bien, hasta que algo o alguien —una mirada, una palabra, un olor— roza ese punto dormido… y la grieta se abre.
Últimamente me pasa con frecuencia.
No sé si es cansancio, o si mi pasado está empezando a buscarme.
No lo recuerdo, pero lo siento.
Y eso, de alguna manera, asusta más.
No dormí bien esa noche.
No fue por el cansancio ni por el trabajo.
Fue por lo que sentí al despedirme de Elena.
Hay momentos que se repiten una y otra vez en la cabeza, no porque quieras recordarlos, sino porque parecen no tener fin.
El beso.
Su respiración tan cerca.
La lluvia entre nosotros.
El temblor que no se fue incluso después de verla alejarse.
Y, junto a eso, una sensación nueva: la certeza de haber estado allí antes.
No con ella, sino con… alguien.
O tal vez con ella, pero en otro tiempo que no logro ubicar.
A la mañana siguiente, fui al hospital como siempre.
El reflejo en el espejo del ascensor me devolvió una versión de mí que parecía más cansada.
La bata, la placa con mi nombre, la taza de café a medio beber. Todo en su sitio.
Y, sin embargo, había algo que no encajaba.
Una grieta invisible entre lo que soy y lo que recuerdo ser.
Decidí buscar a alguien con quien hablar.
No por los sentimientos —eso no se diagnostica— sino por la mente, por esa especie de niebla que a veces se cuela en los recuerdos.
Llamé a Daniel Rivas, un neurólogo con quien compartí guardias durante mis primeras semanas en el hospital.
Siempre tuvo la paciencia de un relojero, el tipo de persona que escucha sin mirar el reloj.
Nos vimos en su consultorio, una sala pequeña pero ordenada, con una lámpara cálida y una pared cubierta de diplomas.
Daniel me observó un momento antes de hablar.
—Hace tiempo que no vienes por aquí —dijo, entre serio y cordial—. ¿Qué te trae?
Tardé en responder.
—No lo sé exactamente. Tal vez… una sensación.
—¿Qué tipo de sensación?
Apoyé los codos sobre las rodillas.
—De que hay cosas que debería recordar, pero no están. No son lagunas normales. Son como grietas. Pequeñas, pero profundas.
Él asintió despacio, cruzando los brazos.
—¿Desde cuándo lo notas?
—Desde siempre, creo. Pero últimamente se intensifica.
—¿Hubo algún detonante?
Dudé.
Podría haber dicho “una conversación”, “una persona”, “un beso”, pero solo respondí:
—No estoy seguro.
Daniel tomó una libreta y empezó a hacer anotaciones.
—¿Pesadillas? ¿Sueños recurrentes?
—Sí. Fragmentos. Lugares que no reconozco, pero que se sienten míos. Voces, a veces. Una risa, una palabra… un nombre.
—¿Un nombre?
—No lo recuerdo. Solo la sensación de que lo supe alguna vez.
Daniel se inclinó un poco hacia adelante.
—Mark, tú tuviste un trauma craneal importante hace años, ¿cierto?
Asentí.
—Sí. Fue lo último que me dijeron en el hospital donde estuve internado. Que había perdido buena parte de mi memoria, que el daño no era total, pero sí suficiente para alterar mi pasado.
—¿Tienes registros de ese tratamiento?
—Solo lo básico. Informes médicos, fechas, pero nada que me diga quién era antes.
—¿Y te interesa saberlo?
—Antes no. Pero ahora… —me detuve, buscando las palabras—. Ahora siento que mi vida empezó a la mitad, y que lo que falta está empezando a pasarme factura.
Daniel asintió otra vez, con ese silencio de quien entiende más de lo que dice.
—Podríamos hacerte un estudio de imágenes, una resonancia funcional. Pero lo que describes no suena solo a pérdida. Suena a reconexión.
—¿A qué te refieres?
—A que, a veces, los recuerdos no regresan como una película completa. Regresan como sensaciones. Emociones que reconoces sin saber de dónde vienen. Es el cerebro intentando unir piezas que aún no encajan.
Me quedé mirando el suelo.
—¿Y qué pasa si nunca encajan?
—Entonces aprendes a vivir con los huecos —respondió él, con una serenidad que me incomodó—. Pero a veces, las personas correctas logran llenar esos espacios de otra forma.
No lo dije en voz alta, pero pensé en Elena.
En su voz, en su forma de escuchar, en cómo me mira cuando cree que no la estoy viendo.
Quizá por eso las grietas empezaron a doler más: porque ahora hay alguien que me hace querer entender quién fui.
Daniel se levantó, me dio una palmada en el hombro y sonrió.
—Hazte los estudios. Pero no te obsesiones con el pasado. El cerebro tiene sus tiempos. Y el corazón, también.
Salí del consultorio con una mezcla de alivio y temor.
El pasillo del hospital me pareció más largo de lo habitual.
Cada paso resonaba como un eco dentro de mi cabeza.
“Reconexión”, había dicho Daniel.
Esa noche, al llegar a casa, la rutina pareció distinta.
Cené poco. Me quedé un rato largo en el sofá, con la televisión encendida pero sin mirar realmente.
La lluvia golpeaba el techo, y cada sonido me devolvía imágenes que no lograba atrapar.
La sensación era la misma de siempre, pero más intensa: un llamado, un latido que venía desde un lugar que no recordaba haber habitado.
Casi sin pensarlo, me levanté y caminé hacia el armario.
Saqué la caja de metal que guardo desde mi recuperación.
La había mantenido cerrada durante años, como si dentro hubiera algo que no debía tocar.
La primera vez que me la entregaron, el médico del otro hospital dijo que eran “objetos personales encontrados con usted”.
Nada más.
Para mí, en ese entonces, no significaban nada.
Solo piezas sin historia.
Pero ahora, al verlas otra vez, algo cambió.