Onofre
— Compraré esto. — Dije dejando sobre el mostrador varios productos básicos, una botella de agua, un cartón de huevos y una bolsa pequeña de pan de molde.
— El país está cada día peor. — Comentó Sofía, la señora de la tienda, las noticias que daban en su pequeña y anticuada televisión mientras escaneaba sin prisa el código de barra de los productos. Metí la mano en el bolsillo de mi chaquetón y saqué discretamente un grupo de monedas. Era cuanto tenía hasta cobrar por la venta de una de mis pinturas. Ser un pintor de bajo renombre no daba precisamente para vivir bien. Tampoco estaba resultando como yo lo había ideado desde que me regalaron el primer estuche de pinturas y lienzos en blanco. — ¿Quiere bolsa?
— Sí, por favor. — Respondí y calculé que eso sería entre diez y quince céntimos más. Cerré la mano en un puño y descubrí que afuera de la tienda, la dependienta que había sido mandada a deshacerse del cachorro de Golden Retriever había logrado con éxito su tarea, pero ella parecía haber desaparecido junto con el animal.
Finalmente salí de la tienda de comestibles con mi bolsa y sin ninguna moneda en el bolsillo.
Añoraba la época feliz en la que mis víveres eran sostenidos por mis padres y lo único que yo debía hacer era estudiar y ayudar en casa a arar la tierra de la que éramos dueños.
Caminé con una mano en el bolsillo y en la otra la bolsa, solo tenía que cruzar la carretera para llegar al piso en el que vivía de alquiler, un alquiler barato gracias a Dios. Había llegado al paso de peatones cuando un ladrido me hizo volver la cabeza en dirección al parque que dejé atrás y encontré a la dependienta alimentando al cachorro.
— Debería llevárselo a casa en vez de darle de comer. — Hablé recordando que ese ingenuo Golden Retriever se alimentaba en la noche y deambulaba de aquí para ya por el día, atravesando alegremente entre los coches tantas veces como quisiera. Levanté la bolsa en mi mano y saqué de ella la botella de agua, me tocaría beber del grifo.
— Ten. — Dije colocando la botella de agua delante de la cara de la chica y sus ojos recorrieron mi brazo hasta llegar a mi cara. — Después de comer debe de tener sed. — Me referí al cachorro y pareció entenderlo pues cogió la botella.
— Gracias. — Agradeció.
— ¿No te estás jugando tu trabajo alimentando a ese cachorro? — Pregunté viendo que esa noche, ese perro sin familia ni hogar, estaba teniendo mejor cena de la que yo tendría.
— No me importa. No tengo el mal corazón para dejarlo sin comer cuando espera que lo alimente. — Respondió la chica apretando la botella de agua con las dos manos. Pensé inmediatamente que era más tonta que bonita, ¿a qué persona en su sano juicio no le importaría jugarse su trabajo y su sueldo? ¿De qué le serviría alimentar a ese cachorro hoy si mañana se quedaría sin trabajo y no podría seguí haciéndolo? Además, si tanto se preocupaba por darle de comer, ¿por qué lo dejaba en la calle?
Mi nombre, Onofre Quiroz, presidía en una tablilla la puerta del piso en el que vivía y apoyé una mano junto a ella no creyendo que casi hubiera discutido con esa chica por un cachorro callejero. Moví la cabeza para evitar pensarlo demasiado y entré en el piso cerrando la puerta a mi espalda, junto a la puerta un espejo de medio cuerpo me permitió ver mi ropa, las manchas de pintura de la tela del pantalón, más y más manchas en las zapatillas de casa.
— Debería conseguir ropa nueva. — Expresé en voz alta, aún sabiendo que no tendría para pagar el café de la mañana en un bar y caminé derecho a la cocina, encendí la luz y me preparé para cocinar en un hornillo de gas un par de huevos fritos, los cuales serví entre dos rebanadas de pan que comí mientras admiraba mi última pintura aún si acabar.
No me caracterizaba por pintar seres humanos, tampoco animales o la belleza inalcanzable de la naturaleza, en lugar de cualquiera de esas cosas, yo disfrutaba pintando estallidos de colores, mezclas salvajes de tonos vivos en los que perderse visualmente.
El teléfono sonó cuando aún miraba la pintura y luego de volverme loco buscándolo, pude responder saliendo al balcón.
— ¿Cómo estás, Quiroz? — La voz del hombre que me debía dinero saludó primero, dejándome adivinar que estaba por pedirme algo más de tiempo para abonar su deuda.
— Tieso y tú. — Le di a entender que necesitaba el dinero.
— Oye… — Sufridos segundos dieron paso a la peor de las noticias que podía recibir. Su galería de arte, donde exponía mis cuadros para darle salida al mercado, estaba en bancarrota y cerraría al final de la semana. — Tengo que entregar las llaves de la galería el sábado por la mañana, intenta llevarte tus cuadros a tiempo.
— ¿Qué hay de mi dinero? ¿Del último cuadro qué vendí y cuyo dinero te quedaste para evitar cerrar la galería? — Hablé indignado.
— Se perdió. Es lo que pasa cuando inviertes en algo. — Su cara dura, quería golpearlo y caminé por el balcón de un lado a otro. — Pero oye, te lo devolveré cuando pueda.
— ¿Cuándo es eso? — Pregunté. — ¿Unos días? ¿Una semana?
— Necesitaré algo más de tiempo. — Gonzalo ensanchó inmediatamente el plazo. — Digamos… Un par de meses. Puede que tres o cuatro, depende de lo rápido que consiga remontar.
— ¡No tengo tanto tiempo! — Estallé y al bajar la mirada vi a esa chica junto a los contenedores. Quien sabe cuanto tiempo llevaba allí parada mirándome. Entré de inmediato, cerrando la puerta corredera y echando la cortina blanca con salpicaduras de pintura, obviamente había renunciado a recibir el depósito que entregué al casero y el motivo no era la cortina, ya que el suelo de madera también coleccionaba aquellas graciosas gotitas de colores. — Un mes. Te doy un mes para conseguir el dinero y dármelo. — Le di un plazo fijo a Gonzalo y colgué la llamada tirando el teléfono a un sofá de dos plazas.
Editado: 24.02.2022