Tú, Yo y los Besos

38- Azul

En la habitación persisten los residuos del sexo. Mi respiración es un desastre, sigo viendo puntos blancos detrás de mis párpados cuando Mateo se acuesta a mi lado y recuesta su cabeza en mi pecho abrazándome a él con demasiada fuerza.

No me quejo, lo abrazo también, me aferro a la sensación de su piel caliente y transpirante contra la mía, a su tibia y arrítmica respiración sobre mis senos, a este instante efímero de absoluto despojo y pertenencia donde el mundo parece ceder a nosotros y concedernos una pequeña tregua.

Mis dedos recorren lo que alcanzo de su espalda y la piel se le eriza ante mi tacto. Una de mis manos sube hasta su cabeza y juguetea con su cabello antes de acariciar el arco de su oreja, su mandíbula, su cuello...

No sé lo que está pensando, pero por cada segundo lo siento más lejos aunque nunca antes lo haya tenido tan cerca.

Mateo suspira de forma entrecortada antes de levantar la cabeza y apoyarse en sus codos de forma tal que su cara queda a la altura de la mía y sus ojos escrutan mi rostro.

Soy consciente de que justo ahora soy un libro abierto; no me escondo, ni siquiera lo intento, no encuentro las fuerzas para hacerlo.

—¿Cuál es tu historia? —la voz le sale en apenas un susurro pero para mí resuena como una trompeta en mi cabeza.—Me dijiste que tenías miedo, miedo de amar mal, que hacerlo una vez había hecho demasiado daño…

Cierro los ojos y viro la cabeza incapaz de enfrentarlo; pude ver el momento justo en el que alzó mis palabras como una barrera, una que en vez de ponerlo a salvo, de alguna forma, lo condena.

El corazón se me hace pequeño y por primera vez entiendo que tanto él como yo somos esclavos de nuestros pasados. ¿Será que de verdad no hay modo de dejar atrás, de empezar de nuevo?

—Mírame, Azul —niego con la cabeza, porque sé que cuando lo enfrente, todo esto dejará de ser como si nunca hubiera pasado; se habrá ido, ya lo está haciendo... Me sorprende cuando besa mis párpados— “Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo —siento apenas una caricia sobre mis labios — por un beso… —hay cierto quiebre en su voz, luego algo más que un tibio balbuceo— yo no sé qué te diera por un beso” (1)

Mi boca se abre para él cuando une sus labios a los míos en una trémula caricia más que en un beso; se me escapa un sollozo y agarro su nunca para atraerlo hacia mí, desbocando todas mis protestas en un beso.

Mateo se acomoda mejor sobre mí mientras sus labios y los míos luchan por marcar ritmos diferentes. Al final me rindo a él, a la nostalgia agridulce de sus besos, esos cargados de: “hubiera querido que las cosas fueran diferente, hubiera querido ser diferente…”, “es lo mejor”, “lo siento tanto”, “adiós”, “simplemente no puedo”.

Todo es diferente esta vez, intenso de otro modo, profundo más bien, y roto, cohibido también, o quizá, así de simple: real, prestado, y sincero.

No pasamos de besos, muchos besos, y caricias con manos a las que el cuerpo del otro les parece demasiado a la vez que demasiado poco.

Lo sé entonces y duele saberlo: Mateo y yo estamos viviendo un secreto tan nuestro que la idea es auto escondérnoslo…

Una aplastante aceptación pesa sobre mi pecho, aunque no sé hasta qué punto somos realistas, obtusos o ingenuos. ¿De verdad podremos callarnos lo que el corazón se ha tatuado bien dentro? ¿Habrá algún modo de seguir adelante y dejarlo estar; de mentirnos tanto…?

***

—¡¡Ay no!! No pensé en que pudiera ser molesto para ti —hablo en un desesperado intento de romper el silencio.

Sigo con la vista el camino de mis dedos por los moretones que dejaron los golpes de Carlos sobre su tórax.

Evito mirarle a los ojos.

Lo escucho reír y luego el movimiento de su cabeza, negando. No hace ningún comentario y se lo agradezco, podría apostar en qué está pensando...

—¿Te hice daño?—pregunta suavemente, yo niego y levanto mis ojos al sentir sus dedos acariciando mi cabello...  

Lo miro y amo los sentimientos que me parecen ver en sus ojos.

Una esperanza absurda opaca toda la angustia y el pesimismo del que me había cubierto, igual aprieto con fuerza las mariposas de mi pecho para que no se lancen al vuelo en el cielo de los sueños; rogándoles que olviden o que se guarden el secreto.

—¿Te quedarás? —pregunto y no responde

—Prométeme que no irás a la estación —me exige luego de un momento

Vacío… de repente la realidad estalla en mi cara, me sorprende cómo duele aunque una gran parte de mí sabía que esa sería su respuesta.

—Te lo prometo... y tranquilo, yo cumplo mis promesas —le digo dándole la espalda.

Me tapo con las sábanas hasta el cuello, de repente me siento demasiado vulnerable y expuesta. ¿Dónde están mis defensas? No lo sé, igual no me han salvado.

Cierro los ojos para no llorar, o al menos para que no me vea hacerlo. Solo lo escucho levantarse y moverse por la habitación, de seguro vistiéndose.

—Te quiero, mi pequeña Luzazul —su voz es un susurro cuando cree que estoy dormida.

No respondo, no soy capaz de ver como se aleja

Una vez creí querer a alguien al punto de en nombre del “amor”, dañar a las personas que en verdad amaba; pero hoy entiendo que no es hasta que escuece y hiere en tu propia piel, cuando de verdad es irreparable, insoportable y mortal su daño.

Dicen que el amor es fuerte como la muerte, ¿por qué? ¿Por ser inevitable o porque igual nos acaba para siempre?


Referencias:

(1) Poema XXIII, Gustavo Adolfo Bécquer




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.