Aún lo recuerdo: la sangre. No mi sangre, su sangre. Aún hoy, 46 años después, cierro los ojos y puedo ver la escena: mi marido tirado en medio del patio y esa piedra a un lado de su cabeza, ambos escurriendo sangre. No hay noche que no reviva ese momento, pues la piedra aún está ahí, recordándome que ella es la culpable de todo lo que pasó.
A veces pienso que aquella piedra siempre estuvo ahí, ignorada por lo cotidiano, pero afilada y esperando un descuido, una oportunidad para interferir. A veces incluso pienso que me escucha, que me entiende y se burla. Se ríe de mí, de que sea yo quien cargue con su culpa. Siento su presencia estática, y es por eso que la observo todos los días. Espero, aún sin saber exactamente qué.
Recuerdo esa madrugada. Me desperté con un silencio profundo, de esos que aparecen después de que las cosas malas pasan. Mi esposo no estaba en cama. Esto último no era raro. Acostumbraba a escaparse para beber toda la noche, y luego, al amanecer, venía conmigo exigiendo trato de rey. No me preocupé por él, hasta me sentí aliviada de poder descansar un rato de su mal humor. Pero después, por costumbre y por miedo, me obligué a levantarme. Tenía que preparar algo de comer, para que me dejará tranquila cuando llegara.
Atravesé el pasillo descalza, alumbrándome con la llama de una pequeña vela y procurando no hacer ruido para no despertar a mi hijo. Llegué a la cocina y decidí abrir la ventana de madera para que el aire frio de la noche me quitara el poco sueño que me quedaba. Fue entonces, al abrir la ventana, cuando lo vi; mi marido. Tirado en el suelo, inmóvil, boca abajo.
Se me cayó la vela al suelo por la impresión y la cera caliente me salpicó los pies, pero ni siquiera sentí dolor. Salí descalza, apresurada a auxiliarlo.
—¿Arturo? —susurré, mientras lo sacudía de los hombros. No se movió.
—¡ARTURO! —le grité, tratando de levantarlo.
Tenía un lado de la cabeza hundido y abierto, en una herida del tamaño de un puño grande. Toda su cara estaba resbalosa y húmeda, con un fuerte olor a sangre. No se movía. No reaccionaba. No hacía ruido. No respiraba.
Lo sacudí. No sé por qué. Sabía que estaba muerto, pero me negaba a aceptarlo. Una parte de mí aun creía que iba a levantarse y gritarme, como lo hacía cada que venía tomado. Que iba a decirme que todo era mi culpa y luego cuando ya estuviera mejor, convertirse en el más atento del mundo. Pero por más que grité su nombre, nunca respondió.
Miré mis manos: embarradas de sangre fría y pegajosa. Me quedé mirándolas un buen rato. Temblaba mientras lloraba y le pedía a Dios un milagro. Oraba con fervor por mi esposo, por el padre de mi hijo. Me tallaba los ojos y me abrazaba a mi misma en mi desesperación.
Grité. Fue un grito que salió de lo más profundo de mi pecho. Sentí como mi garganta comenzaba a arder. Salí corriendo a la calle, pidiendo ayuda a gritos y golpeando las puertas y las ventanas hasta casi echarlas abajo. No tardaron en aparecer vecinos, quienes me miraban aterrados y paralizados por el miedo. Estaba cubierta de sangre. Mi ropa, antes blanca, ahora era roja.
Todo se volvió borroso a mi alrededor y caí al suelo, exhausta de tanto gritar y pedir ayuda. Cuando desperté, lejos de encontrar respuestas, me topé de frente con comentarios que me destrozaron por dentro:
—¡Fue ella! —
—¡Lo mató! —
—¡Si siempre vivían peleando! —
Estaba en una celda. No pude hablar, no pude defenderme. No podía. Solo repetía:
—Yo… yo no… Él ya estaba… Yo solo… —
Mis palabras caían en oídos sordos o se perdían en los murmullos críticos de la gente. Me hicieron preguntas, pero siempre formuladas desde su realidad. Me preguntaban por qué lo había hecho y como lo había hecho. Ellos ya tenían una historia estructurada. Una realidad donde yo había matado a mi esposo. Y por más que quise explicar, nadie quiso entender mi versión.
—No hay pruebas —.eso dijeron al final y me dejaron salir.
Me limpiaron la sangre, pero nunca del todo. Yo la seguía viendo en mi piel, en mi ropa, en el suelo, en las paredes, en todos lados. Siento su olor todos los días.
Caminé de regreso a casa, entre adormecida y apresurada. Atravesé cuchicheos, miradas y hasta gritos. Incluso durante el pobre funeral improviso que le organicé a mi esposo, hubo personas dispuestas a ofenderme. Ellos se habían inventado un cuento y se lo habían creído volviéndolo realidad. Ya no importaba lo que había pasado, si no lo que creía la mayoría.
Y para ser sincera, hasta yo comencé a creer. Dentro de mi mente, trataba de explicarme las cosas: tal vez la piedra siempre estuvo ahí, esperando a que mi marido borracho se cayera para matarlo o tal vez sí hay un culpable, como todos dicen, y no soy yo, sino otra persona. Alguien que se aprovechó la soledad de la noche y mató a mi marido con esa misma piedra. Nunca lo voy a saber.
Para ellos, yo era la asesina: la mujer que se había cansado de recibir golpes e insultos a todas horas, y que, en un acto de venganza, le reventó la cabeza a su esposo. Me llamaban volátil, impulsiva, inestable. Me pasaban de largo cuando salía. Las mismas personas que un día me sonrieron, hoy bajaban la mirada para no verme a los ojos. Pero eso no fue lo peor.
Lo peor de todo fue que me quitaron a mi niño. Nueve años, solo nueve años. Un pequeño. —No podemos dejar a un niño con una posible asesina —me dijeron, cuando un grupo de personas irrumpió en mi casa para llevarse a mi niño. Lo vi llorar e intentar soltarse de su agarre. Había perdido a su padre, pasado por su funeral, y ahora iba a perderme a mí también. Quería correr hacia él, abrazarlo, cargarlo y llevarlo dentro de casa. Yo sollozaba bajito e intercalaba mi llanto con insultos hacia las personas que me lo estaban quitando. Pero también era lo mejor para él: aquí lo señalaban y lo miraban feo, al igual que a mí. Al menos, en el lugar a donde iba, no tendría que pasar por eso.
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Editado: 12.11.2025