Turno Nocturno

Desde la voz de Gabriel

Una horas, treinta minutos y seis segundos desde que se fueron. Rambo se terminó toda mi comida y Hugi, Diana y Julia, se terminaron el resto. Me dejaron sin nada que comer y con un teléfono roto del que deshacerme, pero me alegra que hayan venido. Estaba muy preocupado por ellos; llegué a pensar que ese Rambo les había hecho daño, casi me vuelvo loco.

Son las diez de la noche, pero necesito ir por más comida. ¿Será buena idea visitar a la abuela del Hugi a estas horas? ¿La señora también tendrá hábitos de sueño igual de raros? Como sea, necesito ir de compras, y voy a pasar por el paredón rojo para aprovechar el viaje.

“Huevos, salchicha, pan, galletas de chocolate, leche, queso“, repetía mentalmente mientras viajaba en mi moto, buscando una tienda abierta. Ojalá el minisuper estuviera abierto. Extraño esas noches cuando iba a visitar a Hugi y fingía ser un cliente más para pasarle notitas a escondidas. “Huevos, salchicha, pan, galletas de chocolate… a la mierda, ya me olvidé de la lista. Compraré lo que se me antoje”.

Aceleré en mi moto. Las calles solitarias de un pueblo en medio de la nada, en plena noche, son un paraíso para quienes disfrutamos de la velocidad. El difunto señor Marlo hizo un buen trabajo con mi motocicleta: gasta menos gasolina y alcanza velocidades asombrosas. Ese hombre era un prodigio de la talacha. Ojalá se hubiera dedicado a la mecánica en lugar de poner todo su empeño en conquistar niñas.

Finalmente, y como única opción abierta, llegué a una tienda de la esquina donde atendía un hombre muy mayor. Era una de esas tienditas de la esquina donde el dueño te despacha desde la ventana de su casa y compras las cosas sin la necesidad de entrar a ningún lugar. Esta en particular estaba dentro de una casa muy vieja, hecha de adobe, recubierta con una capa de yeso blanco, algo cuarteado. Puesta así para que se viese más moderna.

Dentro aún se veían los tablones de madera que formaban el techo y le daban soporte a las tejas que tenían encima. La iluminaba un único foco amarillento, que parecía nunca a ver necesitado un cambio y encendido gracias a una extensión que le traía electricidad de quien sabe de dónde.

—Buenas noches, ¿me puede dar un kilo de huevo, otro de salchicha, un paquete de pan grande, una caja de galletas de chóclate? Las galletas pueden ser de cualquier marca. También algo de leche. —dije, dirigiéndome al señor que atendía: un hombre anciano, de cejas muy largas, pero bien rasurado, de pelo blanco y delgado.

—En seguida, muchacho —me respondió con la voz temblorosa, típica de alguien mayor.

Mientras pensaba en qué otras cosas pedir, la capa de yeso de las paredes hizo que me fuese inevitable recordar que anoche tuve un sueño raro:

Caminaba por una ciudad desconocida. Estaba solo, pero de alguna manera y como es típico en los sueños; sabía exactamente a donde ir. Las casas y calles eran blancas, como recubiertas por una capa de yeso. Lo único que le daba color a la ciudad eran los arboles gigantes que había regados en jardineras ubicadas por todos lados.

Caminé por un largo rato, siempre en línea recta, hasta que di de frente con una catedral: alta, tambien en color blanco, pero con techos de madera. Era tan grande que no podia distinguirla por completo. Muy hermosa. Al verla, escuché una voz que me explicó que esta era la iglesia más grande del mundo, pero que, a pesar de que por afuera se viera grande e imponente, por dentro, aún estaba en construcción.

Luego, no sé cómo, pero estaba adentro y pude ver el interior de la iglesia. Tenía andamios por todos lados y escombros en el suelo, pero lo que más llamó mi atención, es que al fondo había un altar, con miles de cuadros de santos y vírgenes. Los marcos eran de oro; lo sabía por la forma en que brillaban y reflejaban la luz que entraba por las ventanas. Cada detalle de ese altar era hermoso, fino y delicado. Daban ganas de tocarlo.

Intenté acercarme, pero de repente estaba afuera, caminando por una rotonda. Me rodeaban casas muy apretadas y sin ventanas. El camino tambien era estrecho, como si ese lugar estuviera hecho para ser un secreto. Grandes y altos muros impedían que el sol entrara, y los pocos rayos que lo conseguían, dirigían la mirada al centro del lugar. En medio de la rotonda había una capilla o iglesia pequeña, hecha en su totalidad de oro, decorada con querubines y flores frescas.

Algo me indicó que debía acercarme, y asi lo hice. Dentro había un altar pequeño adornado con palabras y frases que, por mas que intenté, no conseguí leer. Vi también que había tres personas sentadas en las únicas cuatro butacas que tenía la capilla. Mirando al frente, directamente al altar, sin moverse, sin reaccionar. Entré y tomé asiento en la única butaca libre. Intenté ver de frente a las personas, pero sin importar cuanto me acercara, no pude distinguir sus facciones.

“Aún no es tiempo. Te traje aquí, porque tienes que esperar aquí” escuché decir. Entonces… desperté.

Rambo me estaba marcando por teléfono. Medio confundido por el sueño y alterado por la llegada de Rambo, me levanté tirando todo a mi paso.

—Chico, chico…—escuché al viejecito que me atendía.

—Ah, sí —dije regresando a la realidad.

—¿Necesita algo más? —

—Ah, sí. Medio kilo de azúcar, medio de sal, un paquete de papel de baño, una bolsa de jabón, una barra de jabón de baño y póngame unas cuatro latas de atún —le dije avergonzado. Él solo asintió y volvió a irse.




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