Bien, esto pasó hace bastante. Hugo y yo apenas comenzábamos a trabajar juntos, así que no hablábamos mucho entre nosotros. En esos tiempos él se ofrecía a acomodar y actualizar todo el inventario de la tienda solo, mientras yo me quedaba en el mostrador sin hacer nada. Para mí, que no sé hacer absolutamente nada, me resultaba una idea maravillosa. Solo tenía que estar sentada, usar mi teléfono toda la noche y fingir rascarme los huevos imaginarios.
Una noche en particular seguíamos esta dinámica: Hugo llevaba dulces caducados a la basura y yo escuchaba canciones super gays con mis audífonos. Tenía los ojos cerrados. Recuerdo que me llenaba la boca con gomitas de mango y tarareaba “Born This Way” sin miedo de invocar algún demonio con mi pésima pronunciación del inglés.
Estaba justo en la mejor parte de la canción cuando me llegó un olor “peculiar”. Algo así como una combinación viscosa entre excremento, sudor y comida de la calle. En ese momento me dieron ganas de vomitar mis gomitas, pero como pude me contuve y abrí los ojos, sin saber exactamente de donde provenía el olor.
—¿Olía cómo Marlo? —preguntó Hugo.
—No. Marlo olía peor. ¡Pero no me interrumpan, que se pierde la atmosfera! —les recriminé alzando el puño como una anciana a la que no le gusta que le pisen su jardín.
Delante de mí estaba un loquito, o vagabundo, que conocía bien. Era un hombrecillo de complexión media, con rasgos mestizos entre una persona indígena y una persona blanca. Vestía únicamente un par de pantalones de mezclilla azules y un gorro de invierno rojo intenso, con una oveja bordada a mano. Característica que lo hacía sobresalir entre el resto. Era como ver un barro enorme en la cara de una persona pálida; su presencia se notaba a kilómetros de distancia.
En otras ocasiones lo había visto repartir el contenido de un bote de basura entre las personas en la calle, comerse los desperdicios del mercado de verduras que se pone los miércoles y masticar un libro hasta casi volverlo engrudo. Algo que lo diferenciaba de los demás loquitos era su forma de hablar: muy educada y rimbombante. Lo hacía alto y claro, manteniendo siempre una voz profunda y grave. Escucharlo hablar, era como escuchar a un catedrático dando una charla en una universidad.
Lo había escuchado muchas veces antes. Siempre tirándole mierda al nuevo presidente, gritando en contra del gobierno, el “sistema” y hasta de la religión, cosa que le había ganado unos cuentos putazos. En ese entonces fingía no darme cuenta para evitar cualquier incidente. Pero ese día lo tenía delante de mí. Frente a frente. Y lo peor de todo: estaba sola. Tenía miedo, pero algo dentro de mí también se moría de ganas de hablar con él.
—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarte? —pregunté, creyendo que intentaría darme algo de basura a cambió de comida o que intentaría robar algo. Todo era posible.
—¿Qué vendes aquí? —preguntó con su habitual voz profunda.
—Comida, jabón, cosas… de todo. ¿Por qué? —pregunté.
—Porque este sitio es el epicentro de la infección que corroe al comercio local —dijo, apuntándome con el dedo. —Estás desangrando al pequeño comerciante al sembrar en su tierra este tipo de emporios, que lo único que hacen es enriquecer a la clase alta y destruyen a la clase trabajadora —siguió diciendo.
—¿Ah? Ni siquiera entendí la primera parte —dije dando un paso atrás.
—Este lugar esta destruyendo a los demás —explicó en palabras más simples.
—¡Oiga! ¡Esto no es mío! Yo solo trabajo aquí —
—Entiendo. Pero que seas solo una subordinada, no significa que seas inocente. Pues, aunque no tengas opción, participas en el mecanismo de enriquecimiento. Eres una pieza desechable, pero fundamental. ¡La base que los sostiene en lo más alto y los mantiene a salvo de las consecuencias! —dijo gritando la última parte, al mismo tiempo que golpeaba el mostrador, haciéndolo temblar.
Me pegué a la pared detrás de mí, sin saber qué hacer exactamente. —¿le hablo a Hugo? ¿Corro? ¿Llamo a la policía? —pensé.
—Señor, ¿quiere que le regale un café de la maquina y unas galletas? —le pregunté con la voz más calmada que pude fingir.
—¿Son de chocolate? —preguntó, intrigado.
—¿Chocolate? Ah, sí. Cubiertas de chocolate —le dije fingiendo una sonrisa.
—Entonces sí —exclamó, tranquilizándose al fin.
Esa fue la primera noche que hablamos. Se comió sus galletas, bebió su café y se fue sonriendo, tan rápido y en silencio como había llegado.
Él era como un niño con hambre y un léxico demasiado decente para su aspecto.
A partir de esa noche, cada semana, en un día al azar, venía a verme. A veces recién iniciando mi turno, a veces cuando caminaba de regreso a casa. Yo le daba dulces y él, a cambio, respondía cada pregunta que le hiciera, de la forma en la que solo él podía hacerlo. Hablábamos de cualquier tema. A veces de. futuro, otras del pasado, de lo absurdo y lo lógico, lo bueno y lo malo. Para cualquier tema él tenía una respuesta.
—¿Me estas diciendo que todo lo nuevo es malo? —le preguntaba mientras compartíamos un chocolate, sentados en la banqueta.
—No todo. Pero las personas no saben discernir entre las nuevas malas cosas y las nuevas buenas cosas. Todo lo aplauden y celebran como si fuera un salto hacia el futuro, un paso en el sendero para convertir el lugar en una gran urbe o metrópoli, de esas que tantas veces nos han dicho que debemos admirar —decía con la boca llena.
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Editado: 23.12.2025