Hola, mis pequeños lectores. ¿Qué podría contarles sobre mi infancia?
En resumidas cuentas… fue muy aburrida. Como ya les había contado, mi abuelo era asquerosamente rico y sus hijos unos buitres horrendos. Bueno, uno de esos buitres horrendos, específicamente el mayor de todos, era mi padre: Antonio. El primogénito y también el más codicioso.
Lo poco que conocí de él fue que le encantaba el vino y salir a fiestas cada noche. Para él, la vida consistía en gastar dinero y esperar la herencia. Sus únicas aficiones e intereses eran peinarse el bigote con cera y mantener un copete bien alineado… y ya, no lo veía demasiado.
En cambio, mi madre era una mujer severa, fría, con una mirada apagada y el ceño fruncido permanentemente. No tenía ningún reparo en decirme que mi padre era un mujeriego y desgraciado; que solo se había casado con ella para asegurarse una buena imagen delante de su familia como “hombre hogareño” y que yo, en consecuencia, era un producto inesperado y una pieza en su fachada.
—Allá va tu pinche padre, de nuevo a beber con sus amigos y portarse como adolescente —me decía mi madre escuchando abrirse la puerta de casa y las risas de mi padre, y ella me peinaba el cabello y se fumaba un habano de los caros. —No importa. Esto es solo una etapa. Con suerte en unos años tú y yo nos iremos de aquí juntas. Tal vez vayamos a España, con mi tía, para que tu padre no nos encuentre nunca —
Sí, tenía todos los juguetes, comida y paseos que pudiera desear. Podía romper la vajilla cara, rayar los cuadros, rasgar los muebles o hasta quemar la puta casa entera y no pasaría nada: sin regaño, sin represalias. Todos pensarían que eso me hacía berrinchuda y molesta, pero lejos de eso, yo sabía que los juguetes y regalos tenían el objetivo de que yo no molestara, y funcionaba, pues nunca hacía ni siquiera un ruido.
Ellos solo me daban silencio y de mi parte recibían lo mismo.
—Dentro de poco, mi niña, seremos aún más ricos —decía mi padre usando el reflejo de su copa como espejo para alinear su cabello.
Papá era un vividor y mamá una cazafortunas. Eso lo tuve claro desde siempre. Ninguno de los dos se amaba, pero terminaron unidos gracias al dinero.
Cuando se enteraron de que ese dinero que tanto habían esperado nunca llegaría, el colapso fue impresionante. La casa, que un día fue silenciosa se llenó de gritos y golpes de mi padre. Estaba colérico, rompiendo todo a su paso. Mientras tanto, mi madre hacía las maletas en su cuarto y yo fingía jugar con una muñeca, manteniéndome tranquila, como les gustaba que estuviera siempre.
—¡Maldita Lourdes! —gritaba mi padre arrojando cosas por los aires.
—¡Maldito tú! Fuiste un tonto al no confirmar que la herencia sería para ti. ¡Arruinaste mi vida! —le gritaba mi madre mientras bajar las escaleras apresurada.
—¡¿A dónde vas?! —preguntó mi padre casi sin aire.
—¡A donde no huela a miseria! —
—¿Ah sí? En todo caso aquí la que huele a miseria eres tú. Te recuerdo que yo te saqué de la casucha de tus padres —
—¡Sííí! Y me trajiste a vivir a otra peor, porque te recuerdo que tu dinero ya se acabó y que papi no te dejó ni para que te compraras una lápida. ¡Esto sí es miseria! —
—Miseria. Te mostraré lo que es miseria. Te voy a regresar con el analfabeto de tu padre, a ver si recibe a una vieja como tú —le dijo mi padre antes de abalanzarse sobre mi madre y sacarla a empujones de la casa.
Yo observé todo desde las escaleras, pero estaban muy ocupados para darse cuenta de que estaba ahí.
Mis padres subieron al auto y nunca regresaron. El reporte oficial dice que tuvieron un accidente, que mi padre perdió el control del auto y cayeron a una barranca. Pero conociendo a mi padre —alguien que podía conducir a la perfección estando ebrio —, todo el incidente me pareció dificil de creer. Incluso ahora, me suena más razonable que mi padre lo haya hecho a propósito.
Pero bueno, no importa. Ellos eran extraños para mí, al grado de que ni siquiera lloré en el funeral, porque como ya lo he dicho antes: hay muertes que no dan tristeza. Y la muerte de mis padres es un buen ejemplo. Ahora, muchas décadas después, sigo sin sentir dolor, no recuerdo sus voces, y gracias al tiempo y a mi ceguera, apenas y puedo recordar sus caras.
Con respecto a todo esto, seguramente ustedes pensarían que tengo un trauma, pero no. Tal vez un poco de resentimiento hacia mi madre, pues ella prometía que me llevaría con ella, y cuando llegó el momento de cargar conmigo, ni siquiera volteó atrás. De ahí en fuera el suceso me es irrelevante.
En fin, luego del funeral, me convertí en una pelota que rebotaba de casa en casa de familiares que lo único que hacían era buscar excusas para pasar mi custodia a la siguiente persona. Siempre había un problema conmigo: que sí era muy ruidosa o comía demasiado, que hacía berrinche o dormía demasiado o no lo suficiente; todo era un problema. Fue así cuando en mi cumpleaños número doce, me escapé de la casa de un tio y caminé durante horas hasta la casa de mi tía Lourdes.
Podría decirse que me autoadopté. Entré a la casa a mitad de la noche, busqué a mi tía entre los cuartos y cuando al fin la encontré, le dije con toda la seriedad que puede tener una niña huérfana:
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Editado: 23.12.2025