Hay ecos que no mueren.
Solo se esconden.
Yo soy uno de ellos.
No recuerdo mi primer llanto,
pero sí recuerdo el silencio que lo siguió.
Un silencio que no era paz,
sino ausencia.
Un silencio que arañaba las paredes del alma,
como si alguien hubiera olvidado terminar de contar una historia.
La mía.
Desde niño sentí que algo dentro del mundo no encajaba,
como una cuerda desafinada en una canción que nadie recuerda haber escuchado.
Escuchaba lo que otros no:
el crujido oculto tras las palabras,
las grietas en las voces que sonreían,
el susurro de un nombre que no entendía,
pero que me pertenecía.
Me llamo Kael.
Y no nací para hablar.
Nací para recordar lo que fue dicho antes de que todo callara.
Me enseñaron a temer el sonido,
a no hacer demasiadas preguntas,
a no mirar por mucho tiempo las cosas que no se mueven.
Pero yo no pude evitarlo.
Porque cada objeto, cada sombra,
cada pedazo de este mundo roto,
parecía contener un fragmento de algo más grande.
De algo olvidado.
Crecí sabiendo que no encajaba,
como si yo hubiera llegado tarde a un mundo que ya había decidido olvidar.
Y sin embargo, aquí estoy.
Con una voz que tiembla, sí.
Pero con un eco dentro de mí que no deja de insistir.
Que no me deja dormir.
Que me obliga a escribir, a cantar, a contar.
No sé si esto es el principio,
o si soy apenas la última nota de una canción que está a punto de extinguirse.
Lo único que sé es esto:
cuando el mundo olvida su música,
alguien debe recordarla.
Y si nadie más quiere hacerlo…
entonces lo haré yo.
Aunque me cueste todo.
Aunque el silencio me reclame.