Polina se encerró en su habitación y, apoyándose en la puerta, soltó el aire. Algo definitivamente estaba ocurriendo. Hasta las seis, incluso en sábado, su tío rara vez estaba en casa. O estaba ocupado con el trabajo, o bebiendo en algún sitio con matones como él.
¿Por qué matones? Habría que ser muy ingenua para creer en la honestidad del negocio de su tío. La gente honesta no tiene a su servicio a tantos gorilas arrogantes, de esos que te hacen temblar las piernas con solo mirarlos. La gente honesta no encuentra en cuestión de horas a una persona en otra ciudad, aunque haya escapado haciendo autostop y borrando sus huellas.
¿Por qué la tenía agarrada como en un torno? ¿Qué podría pasar de malo si ella viviera su propia vida? Iría a la capital, estudiaría donde quisiera, y no donde él hubiera decidido…
«Eres mi única sangre», decía el tío sin siquiera disimular la ironía. Una descarada mentira, pero la verdad Polina todavía no lograba atraparla.
¿Cuánto más podía vivir así? Siempre había alguien vigilándola. A la universidad y de vuelta, en coche con chófer; ni un paso a la izquierda, ni un paso a la derecha. Para todo necesitaba permiso.
Comprobó que había cerrado la puerta con llave y se arrastró hacia la cama. Aun con la cerradura echada, ni esa habitación ni la casa entera eran un lugar seguro. Era su prisión. Si tan solo hubiera una manera de escapar… se aferraría a ella como a un salvavidas.
Afuera brillaba el sol; los primeros días de septiembre eran cálidos y dorados, pero eso no mejoraba su ánimo. ¿Qué más daba qué tiempo hiciera detrás de los barrotes de la jaula? ¿Acaso importaba si afuera había sol o un apocalipsis, si ella seguía atrapada sin poder escapar?
A duras penas había conseguido permiso para pasearse medio día por algunas librerías y comprar manuales para el nuevo curso. De no ser así, habría pasado el día entero encerrada entre esas paredes, como en tantos otros días.
Había pasado un año desde el último intento de fuga, pero las heridas de aquel episodio todavía no sanaban. Aún sentía en la mejilla la marca de la bofetada, aún escuchaba en sus oídos las amenazas. Recordó lo ajeno que se sentía su propio cuerpo y lo nublada que estaba su mente después de las inyecciones.
No, nunca más. No sobreviviría a otra situación así.
Ante sus ojos desfilaron todos los intentos anteriores de salvarse de aquel infierno. Incluso aquel, el más desesperado, cuando provocó a propósito la ira de su tío. Cuando el hierro candente le golpeó la espalda. Polina pensó entonces que si iba con eso a la policía, sin duda la salvarían. Ingenua. Su tío era amigo de la policía. Tan amigo, que un agente especialmente servil habló con ella como si estuviera loca, y luego la llevó a casa y se la entregó a su tío directamente en las manos.
A veces Polina pensaba: ¿y si de verdad tenía algo mal en la cabeza? ¿Y si todo alrededor era producto de su imaginación enferma? ¿Es que en la vida pasan cosas así?
Pero las cicatrices del alma y del cuerpo no mentían. Ese infierno era real. Necesitaba mantenerse fuerte y astuta para encontrar una salida.
Llamaron a la puerta, y ella dio un salto.
—¿Estás ahí? —sonó la voz grave del tío.
—Sí, aquí estoy —murmuró ella, y con piernas de algodón se acercó a la puerta.
Dudó un instante, pero reunió el valor y abrió la cerradura.
El tío frunció el ceño y la examinó de pies a cabeza. Era apenas unos centímetros más alto, por lo que ella siempre se quedaba frente a él con la cabeza baja, evitando mirarlo a los ojos.
—Dentro de una hora tendremos un invitado —dijo él—. Maquíllate y ponte un vestido bonito.
Polina asintió en silencio. En los últimos dos meses ya era el tercer invitado que venía a su casa y al que su tío se la presentaba. No podía sacudirse la sensación de que aquello eran visitas de inspección. Además… tenía razones para temer a los invitados de su tío.
—Baja cuando estés lista —añadió él y se marchó.
¿Y si realmente eran inspecciones? Una ola de inquietud helada le recorrió el cuerpo.
Abrió el armario y eligió el primer vestido que encontró. Era un vestido ligero de viscosa, de un tono azul pálido que resaltaba el color de sus ojos. Por dentro, unos nerviosos bichitos la mordían, incitándola a hacer alguna locura. Podría, como a veces fantaseaba, salir ante el invitado de su tío con algo vulgar, pintarse con sombras negras y comportarse de manera que lo avergonzara.
Pero los tiempos en los que podía hacer algo así ya habían terminado. No le quedaban fuerzas para luchas inútiles: cada intento acababa en fracaso y le robaba aún más libertad. Los golpes y los neurolépticos convencen a cualquiera. Así que ya daba igual. Si él quería que su sobrina fuera una buena niña, sería una buena niña.
Y reuniría fuerzas para el salto final.
Polina se sentó ante el tocador, miró su reflejo y dijo en voz baja:
—No es inmortal; algún día esto terminará. A veces la salida aparece cuando menos la esperas.
Se repetía esas frases siempre que sentía que ya no podía más. Se consolaba sola, porque no había nadie más que lo hiciera.
Ni siquiera Keti, su única amiga, o más bien la única a la que el tío le permitía ser su amiga, la consolaba jamás. Incluso para ella, Polina era la única sobrina del superrico empresario Navarro, su niña adorada.
Lo que más la entristecía era tener que actuar para los demás. Representar un papel ante todos. Incluso ante la supuesta amiga, que solo le tenía envidia. Polina con gusto cambiaría de vida con ella. Pero ni siquiera intentaba explicarle la situación real: quienes por casualidad se enteraban de la verdad acababan con problemas graves y luego evitaban a Polina como si fuera un apestado.
Se aplicó la máscara, lo que hizo que sus ojos, del color del cielo de la mañana, destacaran aún más entre el marco de pestañas negras. Estaba dándose brillo de labios rosa claro cuando oyó voces en el pasillo. Al parecer, el invitado ya había llegado.