Tuya por el punto tres

7.

Se ve que se había pasado. Había asustado a la chica tanto, que ahora lo tomaba por un monstruo. Todo lo que él necesitaba de ella era obediencia y que no le causara problemas. Pero no un miedo tan asfixiante.

¿O quizá ya la habían aterrorizado antes de que llegara a él? Una persona a la que no han golpeado ni violado no tiembla solo por la idea de que eso pueda suceder hipotéticamente.

Por la tarde, Ruslán se reunió con Navarro y casi no pudo contenerse para no preguntarle qué le había hecho a su sobrina. Sin embargo, había temas más importantes de los que hablar. Por el momento, las trampas que había tendido funcionaban: el proyecto fallido que Ruslán había preparado interesó a Navarro más de lo esperado. Lo principal era ponerle delante, cuanto antes, los datos distorsionados para acelerar la inversión. Y esa era solo una de las muchas trampas que desencadenarían una reacción en cadena.

Después de la reunión tuvo que encontrarse con Demetrio, que tenía un aspecto como si hubiera preparado un regalo considerable.

—¿Tienes algo bueno que decirme?

—Aquí tienes, incluso lo imprimí para que fuera más cómodo. Todo sobre tu esposa.

Le tendió a Ruslán la carpeta.

—¿Cuánto te debo por esto?

—Ya me he ocupado de todo.

Entre tantos asuntos, Ruslán ya hasta se había olvidado de que le había pedido un favor. Pero esa información apareció justo a tiempo, en el momento en que debía decidir qué tipo de relación tendría con Polina.

Y lo que vio en la carpeta lo hizo reflexionar. La muerte de sus padres en un accidente automovilístico sospechoso, cuando ella tenía doce años. Cuatro intentos de fuga, el primero a los dieciséis, el último hace un año. Un intento de acudir a la policía para denunciar las palizas de su tío; la espalda lesionada. Esquizofrenia diagnosticada poco antes de cumplir dieciocho, tras lo cual Navarro, como tutor legal, siguió administrando los activos que la chica había heredado de su padre, hermano de él. Largos tratamientos médicos. Hace un año, tras el último intento de fuga, casi todas sus propiedades fueron traspasadas al tío. Declarada sana hace dos semanas, se levantó la tutela…

Cuanto más leía Ruslán, más lo impactaban los descubrimientos. Vaya con la adorada y preciada sobrinita. Habría sido extraño que, después de todo lo vivido, no se sobresaltara ante cualquier palabra o contacto.

Además, resultaba que gran parte del dinero de Navarro, en realidad, debería pertenecer a su sobrina. Interesante… habría que aclarar eso.

La chica, al final, no era tan simple: a pesar de todo, seguía intentando escapar. No, no estaba mentalmente enferma —estaba claro de dónde habían salido aquellos diagnósticos—. Y tampoco era un animalito del bosque, temeroso y domesticado. Más bien una gatita salvaje que había aprendido a ocultarse, a fingir mansedumbre y domesticación. El episodio con el somnífero lo había demostrado.

Pero… sus miedos eran más fuertes de lo que se podría imaginar. Había algo más.

***

Volvió a casa antes de las seis. Polina no estaba, al parecer había salido a tomar aire. Por un instante pensó si no habría huido, pero nada apuntaba a ello.

Ruslán paseaba de un lado a otro por el salón de la planta baja, pensando en la herencia de Polina: si escarbaba en la historia de su enfermedad, demostraba la falsificación y contrataba a buenos abogados, quizá podría devolverle todo.

Tonterías. Se enfadó consigo mismo por siquiera pensarlo. Tenía asuntos propios de sobra, un buen modo de echar a perder todo el dinero de Navarro y apropiarse de una parte. No iba a cambiar sus planes por Polina.

Se acercó a la chimenea revestida de ladrillo al fondo de la sala y tomó el atizador que estaba al lado. La barra metálica era lo bastante resistente y además afilada en la punta; no debería tener algo así en casa, podía servir como arma. Se quedó pensativo con el atizador en la mano cuando la puerta chirrió a sus espaldas.

Polina se sorprendió de verlo ya en casa.

—Estuve en clase y luego paseando, no sabía que llegarías antes… —se apresuró a explicar.

Se quitó la chaqueta ligera, dejó el bolso en la mesita alta de la entrada y se acercó un poco más.

—No pasa nada, lo importante es que no hayas escapado.

Aquellas palabras pasaron de largo ante su atención, porque su mirada se fijó en el atizador, y aun desde lejos se veía cómo se le dilataban las pupilas. Ruslán miró a su esposa, luego al atizador y, sin soltar el hierro, se acercó. Polina retrocedió involuntariamente.

—Empieza a cansarme esto. —Suspiró—. Desvístete de cintura para arriba.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Para qué?

Él no respondió, pero la miró de un modo tan elocuente que Polina sintió que debía obedecer. Sin apartar la vista del atizador, se quitó el pañuelo ligero y el suéter, quedándose en vaqueros y sujetador.

—Date la vuelta.

Apretó los puños y miró a su marido con un horror nada disimulado. Él no hizo caso, aunque ya había comprendido la razón de aquella reacción: seguramente había sufrido precisamente con un atizador. Y, al fin y al cabo, ¿quién no se asustaría cuando alguien se planta ante ti con una barra de hierro y te dice que le enseñes la espalda?

Polina se dio la vuelta; sus hombros temblaron levemente. Ruslán dejó el atizador y se acercó del todo. Tal como imaginaba, un gran cicatriz cruzaba su espalda: la había notado bajo sus dedos en la primera noche de bodas, pero no había podido verla. Era recta, blanca, con bordes ligeramente rojizos y deshilachados: parecía que la barra de hierro había desgarrado la piel, quizá tenía una punta afilada o pequeños dientes. Navarro, coleccionista de piezas forjadas a mano, bien podía poseer algo así. Había tenido mucha suerte si de un golpe semejante no se le dañó la columna de forma irreversible. Ruslán pasó los dedos suavemente y desabrochó el sujetador, bajo cuyo cierre se escondía la punta final de la cicatriz. Ella se estremeció un instante al sentir sus dedos en la piel desnuda, pero luego exhaló aliviada al comprender que la tocaba sin mala intención.




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