A veces, una sola palabra, incluso si es solo una promesa, es capaz de cambiar una vida. Seguridad. Polina se sintió más segura solo por haber escuchado esa palabra de sus labios. Creía en lo dicho no tanto porque confiara en su esposo, sino porque por fin quería creerle a alguien y poder apoyarse en alguien. Ahora podía caminar sola por las calles, en la ventana de su habitación no había rejas, y los maltratos físicos no la amenazaban. Para empezar, eso era suficiente.
No es que Ruslán fuera demasiado bueno o tierno con ella, más bien — cuidadoso, condescendiente. Sí, precisamente condescendencia era lo que Polina veía en sus miradas cansadas y en sus toques perezosos. Su suspicacia no había desaparecido, así que a veces probaba con cautela esa condescendencia, solo para asegurarse de los amplios límites de su libertad.
Antes, su tío controlaba cada compra, así que Polina decidió averiguar hasta qué punto su marido vigilaría eso. Tal vez su teléfono aún estaba siendo rastreado, así que lo primero que hizo fue comprar uno nuevo. Con la tarjeta de Ruslán.
Él no dio a entender con una sola palabra que supiera algo de la compra. Al día siguiente, ella misma lo confesó, y a cambio escuchó solo un indiferente:
— ¿Lo compraste, y qué?
A él no le importaba en qué se entretenía ella ni en qué gastaba el dinero. Pero aquel descubrimiento resultaba demasiado tentador, como si fuera una trampa.
Explorando la casa, Polina encontró una pequeña habitación acogedora en el ala derecha y decidió convertirla en su rincón secreto. Bajo la ventana había una cama estrecha, frente a ella una cómoda, y a la derecha — un armario. Arregló todo a su gusto, llevó allí algunas cosas e incluso compró una manta algo áspera, pero calentita, en la que podía envolverse para pasar horas junto a la ventana mirando el jardín. Cuando no tenía ganas de pasear después de las clases, volvía directamente a casa y pasaba todo el tiempo en aquella habitación. Fue justo allí donde empezó a trabajar en su plan de liberación, aunque por ahora se permitía relajarse un poco y disfrutar de cosas más terrenales, como cocinar la cena.
La cocina era el único pasatiempo que había podido tener en la casa del tío, así que Polina la había aprendido bastante bien y ahora la utilizaba a diario. Recibía a Ruslán con la mesa puesta, y luego cenaban juntos. Era incómodo, aunque nada malo sucedía durante la cena. Hablaban poco, cada uno mirando su plato. Ruslán nunca elogiaba la comida, nunca preguntaba cómo había ido el día, solo podía decir “gracias” y avisar que mañana llegaría más tarde.
Después se acostaban en la misma cama. Ruslán ya no la tocaba, pero aun así Polina no podía dormirse hasta que él se durmiera primero.
La noche del sábado, cuando regresó al dormitorio, él estaba acostado leyendo algo en la tablet con mucha concentración. Ella se deslizó bajo la manta sin hacer ruido, para no distraerlo, pero el sueño no llegaba. Acostada de espaldas a Ruslán, escuchaba cada sonido, sobre todo su respiración.
De pronto, la luz de la tablet se apagó y también la lámpara de la mesita. Ruslán se movió y luego apareció demasiado cerca — la abrazó, presionando su espalda contra su pecho. Una mano se deslizó bajo su cuello, la otra quedó sobre uno de los montículos de sus pechos — a través de la tela fina, su palma sintió la punta afilada. Polina dio un respingo, y él dijo en voz baja:
— No tengas miedo, no voy a hacer nada, duerme.
— Así no voy a dormirme.
— Sí dormirás. Acostúmbrate ya a que puedo tocarte. No me voy a contener para siempre.
No para siempre. Solo lo suficiente hasta que ella preparara todo para escapar. Polina contuvo la respiración, y entonces se dio cuenta de que no estaba pasando nada. Él respiraba tranquilo a su lado, la abrazaba, estaba cálido. Y ya. No era repugnante, no era desagradable, no era aterrador. N-a-d-a. Solo un poco vulnerable. Por primera vez en su vida le gustaba sentirse vulnerable delante de alguien, sabiendo que no aprovecharían eso.
Ella cerró los ojos, intentando, si no dormirse, al menos fingir que lo intentaba.
— Toma una respiración profunda — susurró Ruslán —. Luego aguanta el aire, cuenta hasta siete y exhala durante el mismo tiempo. Eso ayuda a dormir.
Polina no respondió, pero hizo lo que él decía. No creía que funcionara, pero aun así repitió el ejercicio varias veces y sintió cómo su cuerpo se aflojaba…
La mañana la recibió con una noticia agradable (¿o no tanto?). Ruslán informó que debía ir a D*** todo el día por asuntos y que regresaría tarde. Le dijo que no lo esperara con la cena y que se acostara.
El día resultó lluvioso, y Polina no sabía qué hacer consigo misma. Miró sus apuntes, puso la primera película que encontró, vagó por la casa un rato, pero aún era mediodía. Pasar el día encerrada entre cuatro paredes no parecía una gran idea después de haber pasado años así, así que en cuanto aclaró un poco, salió afuera.
El parque estaba a unos dos kilómetros, y Polina decidió ir caminando. Pensó en ir hasta el malecón, pero el aire después de la lluvia era tan fresco y agradable que le apetecía caminar.
En el camino entró a un cajero automático para sacar algo de efectivo — eso hacía falta para la huida, para no usar la tarjeta en ningún sitio. Sería sospechoso retirar una suma grande de una sola vez — tal vez su tío aún vigilaba sus cuentas. Por eso decidió reunir poco a poco una cantidad considerable.
Polina caminaba despacio, mirando alrededor. Veía la ciudad con ojos totalmente distintos a los de antes. Las cajas de hormigón junto a la carretera, los tablones de anuncios descascarados, los carteles publicitarios con anuncios pasados... Ya no le parecían feos ni deprimentes; al contrario, habían adquirido nuevos matices, brillaban con colores vivos. Ahora también veía los letreros de colores de las tiendas, los árboles de tono dorado-cobrizo, gente guapa y coches bonitos. Como si, después de una larga ceguera, al fin se hubiera puesto las gafas.