Tuya por el punto tres

9.

Ruslán no recordaba si alguna vez se había enfadado consigo mismo de esa manera. Todo por una promesa estúpida. Prometer algo que no quería cumplir no estaba entre sus reglas. ¿Por qué lo había hecho sin pensarlo bien?

Al casarse con Polina, planeaba ponerla en peligro como único punto débil de Navarro. Pero todo se dio vuelta cuando comprendió cómo el tío trataba en realidad a su sobrina. Empezó a desear protegerla. Maldita sea.

Claro que la promesa de seguridad no significaba que no fuera a usarla. Pero ahora estaba obligado a actuar de modo que ni un solo cabello de su esposa se viera afectado. Los planes podían cambiar, pero la promesa seguía siendo una promesa. Especialmente si era la palabra de un hombre dada a una mujer.

Había ido a D*** por varias razones. Visitar a su madre. Pasar a ver a Nina. Estar lo más lejos posible de su esposa, no pensar en ella.

Entró en la casa de sus padres con la inquietud que siempre lo perseguía en esas paredes desde que su madre había sufrido la desgracia.

—Oh, buenos días, ¡ha llegado! —lo saludó la cuidadora que estaba con su madre las veinticuatro horas.

—Buenos días. ¿Cómo está?

La mujer, de unos cuarenta años, con vaqueros y un suéter amplio, frunció los labios y luego respondió:

—Estable. Ahora está en la sala, sentada junto a la ventana, pase.

—¿Y mi tía no vino?

—Estuvo el fin de semana pasado, volverá dentro de una o dos semanas. Lo mencionó a usted.

—¿A mí?

La cuidadora asintió.

—Sí, se quejaba de que usted se mudó y se casó sin siquiera avisarle. Amenazó con “aclarar las cosas” en cuanto usted aparezca por aquí.

Ruslán negó con la cabeza. Más bien sería él quien aclararía las cosas por los errores cometidos por su tío. Se quitó el abrigo y entró en la gran sala luminosa. Su madre estaba sentada en un sillón mirando al techo.

—Mamá…

Ella lo miró lentamente y de repente sonrió ampliamente, sin plena consciencia.

—¡Hijito, has venido!.. ¡Oleg!

A Ruslán lo ilusionaron un segundo las primeras palabras, pero la esperanza se apagó al oír el nombre de su hermano. Incluso se había puesto corbata para ella, pensando que tal vez así lo reconocería; cuando tenía lucidez, siempre decía que a él le quedaban bien y le pedía ponérselas más seguido. Pero ahora, en cada persona que entraba, su madre veía solo a Oleg. Con corbata o sin ella.

—He venido, mamá.

Se acercó y se sentó junto al sillón de su madre.

—Bien, bien que hayas venido, ve a hablar con Bogdán, él te quiere como a un hijo.

Ruslán bajó la cabeza. Su madre estaba atrapada en los tiempos en que su hermano mayor no lograba llevarse bien con el padrastro, el padre de Ruslán. Los hermanos siempre habían tenido buena relación, pero Oleg no podía aceptar a un hombre ajeno, aunque ese hombre lo había criado y querido como a un hijo.

Mientras su madre seguía murmurando, él se acercó a la mesita donde había una vieja foto familiar. En ella, un Oleg de doce años posaba erguido entre sus padres, y un Ruslán de seis se aferraba a la mano de su madre mirando hacia algún punto fuera de la cámara. La foto evocaba recuerdos de una infancia despreocupada, pero también tocaba demasiadas heridas dolorosas.

Extrañaba a su hermano. Y sabía que nunca dejaría de extrañarlo. También extrañaba a su padre, pero al menos los últimos días de su vida los había pasado allí, en esa casa, entre personas que lo querían.

—No vayas a esa ciudad, hijo —siguió su madre, perdida en su mundo—. ¿Por qué eres tan orgulloso? Bogdán te nombrará jefe de departamento o incluso de toda la fábrica, lo que quieras. Todo llegará, no te vayas…

Si tan solo Oleg no se hubiera ido. Si no hubiera terminado metido en asuntos con algún delincuente de pueblo que había cruzado el camino de Navarro. Si tan solo…

Ruslán estuvo con su madre unas horas, hasta que se cansó y quiso dormir un rato. No tenía motivos para quedarse más: esa casa lo oprimía con su atmósfera de tiempo detenido y aire rancio. El reloj se había detenido cinco años atrás, cuando murió su padre, pero la vida se había apagado del todo un año después, cuando las pocas visitas de Oleg cesaron para siempre, cuando las noticias mostraron su muerte como la de un criminal, y la frágil psique de su madre no lo soportó.

Tenía adónde ir para distraerse. Nina siempre sabía cómo reconfortarlo, aunque seguramente ahora estaría algo decepcionada.

Ella lo recibió con un vestido burdeos muy sugerente, que resaltaba su cintura estrecha y sus pechos llenos.

—Te extrañé —ronroneó, pegándose al pecho de Ruslán en cuanto él cruzó el umbral.

¿De verdad no estaba molesta? Al parecer, el “regalito” que él había enviado a su tarjeta había sido suficiente para borrar cualquier disgusto.

Él la apartó con suavidad, dejó su abrigo y pasó al salón. Se dejó caer en el sofá, reclinándose y cerrando los ojos.

—¿Te preparo un café?

—Hazlo.

Nina vivía en un piso nuevo y amplio que Ruslán alquilaba. No le hacía regalos cariñosos, pero la mantenía. No la llamaba, rara vez salían juntos, y la mayor parte de su tiempo lo pasaban en la cama. Nina era su amante y nada más, aunque ella lo interpretara de otro modo, tanto que había conseguido ganarse la confianza de la tía y del mejor amigo de él.

—Y bueno, ¿cómo va tu vida matrimonial? —preguntó, trayéndole la taza.

Se esforzó por sonar indiferente, aunque Ruslán intuía que no le era tan indiferente.

—No es asunto tuyo.

Ella se sentó a su lado, dejó la taza en la mesa y cruzó los brazos.

—Yo pensé que…

—¿Que serías mi esposa? Te dije desde el principio que eso no pasaría.

—¿Y ahora? ¿Se supone que siga siendo tu amante hasta que te canses de mí por completo?

—Más o menos. Si no quieres esperar hasta que eso pase, podemos terminar ya mismo.

Nina lo miró, y sus mejillas infladas de ofensa volvieron enseguida a la normalidad.




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