Polina se despertó sola en su cama. Miró a su alrededor, sorprendida, preguntándose cómo había llegado allí. Ayer no debía esperar a Ruslán para cenar, pero aun así quiso hacerlo. Era extraño y un poco inquietante quedarse sola por la noche en una casa tan grande. Pensó que no podría dormirse estando sola, así que decidió esperar. Bebió una infusión de melisa y, al parecer, se quedó dormida en la sala. ¿Entonces él la llevó a la cama?
El lado de la cama de Ruslán estaba hundido. Polina apoyó la mano sobre la sábana aún tibia, y una ola agradable de ternura recorrió su cuerpo. Él había dejado la cama hacía muy poco.
Le picó el hombro y se estiró para rascarse, recordando recién en ese momento el tatuaje. Y todo lo que había ocurrido el día anterior.
Ayer, aquel chico le había propuesto tomar un café. Era la primera vez en su vida que alguien la invitaba a una cita de manera tan natural, sin saber quién era ella. Y también era la primera vez que debía negarse por un motivo que no tenía que ver con su tío.
—No puedo. ¿Entiendes? Estoy casada —le explicó con timidez.
—Lo veo —respondió Antón, asintiendo hacia su mano derecha—. Llevas un anillo. Sé que es extraño y totalmente inapropiado, no debería, pero… Podríamos simplemente sentarnos y charlar, ¿sí? Te prometo que no habrá insinuaciones ni acercamientos indebidos.
En su voz Polina percibía una simpatía sincera, pero aun así no podía aceptar. Aunque quería. Recordó el tercer punto del acuerdo con Ruslán y comprendió que él podría tomarse muy mal que saliera a tomar un café con otro si llegara a enterarse. Temía no tanto por ella como por Antón: no sabía cómo reaccionaría su marido, y su tío solía quitar de la vida de Polina a cualquiera que le resultara incómodo.
—Lo siento, pero no creo que sea buena idea —respondió al final.
Aun así, intercambiaron números “por si el tatuaje te molesta, me llamas”. Le pareció que él no se había ofendido por el rechazo, aunque sí un poco entristecido.
Pero incluso ese simple intercambio de números hizo que Polina se sintiera como si hubiera cometido una falta —como una ladrona o una tramposa temiendo ser atrapada. No podía ocultarle nada a su tío y, a nivel instintivo, esperaba lo mismo de Ruslán. Ahora bajaría y él la atravesaría con una mirada furiosa, diciéndole que no volvería a salir sola a ninguna parte.
Con esos temores, Polina bajó al primer piso y, tal como esperaba, encontró allí a Ruslán. Estaba tomando un café con tostadas, apoyado en la mesa de la cocina. Parecía que realmente la estaba esperando.
—¡Buenos días! —dijo al entrar en la cocina.
No levantó los ojos hacia él, delatándose.
—¿Te hiciste el tatuaje?
Él dejó la taza y se acercó a ella. Ni siquiera ocultaba su descontento.
—Ah, sí… me lo hice. No dijiste que tenía que pedir permiso para eso —se apresuró a justificarse.
—¿Entonces dejaste que te tocara? ¿Era un hombre?
Así que esa era la razón de su enojo. Polina levantó los ojos y respondió:
—Sí, pero había una chica allí, la administradora del estudio. Y él no hizo nada… nada inapropiado. Es solo un tatuaje.
—¿Te desnudaste delante de él?
—No le enseñé nada de más.
Ruslán inclinó la cabeza hacia un lado y entornó los ojos.
—La próxima vez, consulta conmigo antes.
No se calmó, quería darle una buena bronca, pero recordó sus ojos asustados y se contuvo. Decidió que no debía volver a desatar su rabia ni asustarla. Se recordó que era el mayor y debía actuar con sensatez, porque ella no era más que una chiquilla que había probado un poco de libertad y ahora quería hacer tonterías.
Finalmente suspiró, la tomó bruscamente del mentón y la besó, aunque en los últimos días no lo hacía él, sino que la obligaba a ser quien lo besara primero.
Polina no alcanzó a reaccionar cuando él se apartó.
—El miércoles tu tío celebra su cumpleaños. Irás conmigo —informó, saliendo de la cocina.
***
Miércoles por la tarde, ellos, arreglados y con un regalo en las manos, bajaron del coche cerca de un club campestre de moda. Navarro había alquilado por completo aquel lugar para celebrar su cumpleaños, así que no había nadie ajeno. Todo el patio del club estaba lleno de autos; en la entrada fumaban varios hombres, y junto a ellos rondaban chicas con vestidos finos y cortos —demasiado livianos para los primeros días de octubre y, según pensó Polina, nada apropiados para un evento así. En su plexo solar se removieron malas sospechas.
¿Acaso Ruslán la había traído a una de esas fiestas repugnantes que su tío solía organizar con sus amigos? Fiestas donde, después de unas copas, empezaba la bacanal. Humo de tabaco, vapores de alcohol, la risa fingida de mujeres compradas… ¿De verdad tendría que ver eso allí?
Ruslán la tomó de la mano y la condujo hacia adentro. En la otra llevaba un paquete largo, de forma cilíndrica, envuelto en papel de regalo. Polina estaba casi segura de que veía un destello de sonrisa satisfecha en su rostro normalmente imperturbable.
No preguntó nada. Suponía que, si él había decidido traerla, debía de tratarse de un evento decente. Y se decepcionó en cuanto se quitaron los abrigos y entraron en el amplio lounge.
El lugar estaba lleno de humo de shishas. Y en ese humo se escondía justo el tipo de público que ella temía ver: hombres de más de cuarenta, rodeados de chicas que apenas pasaban de los dieciocho. Por suerte, aún nadie hacía escándalo en un arrebato alcohólico. La mirada de Polina recorrió el salón rápidamente. Esperaba no ver a la persona a la que temía más que a nadie. Más que a su tío. No lo había vuelto a ver desde aquel episodio, pero siempre buscaba su rostro entre la multitud. Por suerte, tampoco esta vez estaba allí.
El tío tampoco se veía por ningún lado, así que se dirigieron hacia los sofás donde estaban sentados cuatro hombres: el alcalde y algunos diputados locales.