Ruslán se acercó del todo y le levantó el mentón con los dedos. Lo hacía tan a menudo que ella ya había dejado de apartarse.
—¿Y da igual cómo vaya a usarte?
—Da igual, haz lo que quieras, solo luego déjame libre.
—Con propuestas tan impulsivas te pones en peligro tú misma. Quién sabe qué fantasías pueden venírseme a la cabeza. ¿No te da miedo?
—Pero… ¿tu promesa de seguridad sigue vigente?
Ruslán se inclinó más, rozó su pómulo con la mejilla y dijo:
—Todo sigue vigente. Puedo usarte así igualmente, no tiene sentido acordar nada más ni prometerte libertad.
—Pero… ¿acaso te haré falta después? ¿Cuando consigas lo que deseas?
Él pasó la mano por su cabello y rozó su frente con los labios. Polina estaba tan concentrada en la conversación que no entendió de inmediato lo íntimos que eran esos gestos.
—Quién sabe, quizá sí me hagas falta. No voy a prometerte ninguna libertad.
A ella de pronto le dolió. ¡Podrían haberse puesto de acuerdo! Si él necesitaba algo de ella, que lo tomara y luego la soltara.
No sabía que, una semana atrás, Ruslán habría actuado exactamente así. Pero ahora quería de ella algo más. A veces le gustaba olvidar que ella era la sobrina de su enemigo. Y mucho menos quería aceptar que Polina odiaba a Navarro igual que él. Si ella se convertía en su socia, y no en una herramienta de venganza, tendría que revelarle más detalles. Además, la pondría en peligro. Mejor que todo siguiera como había planeado al principio. Era más seguro para ella no saber nada.
Polina bajó la mirada. Pensaba qué argumentos usar para convencerlo, cuando finalmente se dio cuenta de lo cerca que estaban. Solo entonces comprendió que una de las manos de Ruslán estaba en su cintura. Con la otra le acariciaba suavemente el cabello, la mejilla, incluso la oreja. Las caricias eran delicadas, casi imperceptibles, pero sin duda insinuaban un deseo de cercanía. Ella levantó los ojos hacia él y tragó con dificultad. Sabía, entendía, adónde iba aquello. Él no decía nada, pero ella veía que la deseaba. Y que esta vez no pensaba obligarla.
Su deseo lo entendía más claramente que el suyo propio. Algo tembloroso y esquivo le atravesó el cuerpo. Anhelaba ternura, caricias, abrazos, y algo más para lo que aún no tenía nombre. Tal vez esos sentimientos se reflejaban en su rostro, porque Ruslán murmuró:
—Haz lo que quieras.
Sus palabras eran tan opuestas a sus acciones.
Apartó la mano de su cintura, y con la otra apenas le tocó el mentón antes de bajarla también. Se quedó quieto, sin moverse, totalmente a su disposición. No la apuraba.
Polina respiraba entrecortadamente. Miró sus clavículas bajo la camisa, y luego su mirada cayó más abajo, deteniéndose en un botón. Ese botón le molestaba de algún modo; quería desabrocharlo. Le lanzó una mirada tímida a Ruslán, pidiendo permiso, y vio allí un asentimiento silencioso. Extendió la mano y desabrochó el botón con cuidado. Le volvió a mirar y abrió el siguiente, y luego el tercero. Apartó un poco la chaqueta, puso la mano sobre su pecho encima de la camisa y volvió a pedir permiso con la mirada. Ruslán asintió.
Tocar su piel desnuda era extraño, pero dulce. Polina deslizó la mano por la abertura de la camisa y sintió sensaciones completamente nuevas. En estas semana y media de matrimonio ni una vez se había preguntado si Ruslán le gustaba. Aceptó su presencia como algo dado, y ahora no sabía si lo deseaba porque era él… o porque no había nadie más cerca. ¿Lo habría deseado si fuese otro hombre?
Unas pocas hebras claras en su pecho le hicieron cosquillas en la palma. Su piel era suave, algo entre seda y terciopelo.
Tocarlo le daba un poco de vergüenza, pero le gustaba. Sobre todo porque por primera vez hacía algo que realmente quería. Se dejaba llevar por instintos, sin pensar, sin dudar, solo sintiendo.
Pero no sabía qué hacer después. Ahí sus deseos chocaban con fuerza contra el muro de su inexperiencia. Levantó la mirada hacia Ruslán, buscando ayuda o una pista.
Parecía que él tardaba una eternidad en acercarse a sus labios. Y otra eternidad en besarla. La abrazó por la cintura y, retrocediendo despacio, la guió hacia la cama.
Polina se sorprendía de lo fácil que era besarlo después de una semana de “prácticas”, de lo naturales que se sentían los besos. Y de cómo su corazón se agitaba con sus caricias. ¿De dónde había salido aquello? Cada célula del cuerpo respondía, reaccionaba, despertaba bajo sus manos.
Ruslán se quitó la chaqueta y se recostó. La atrajo hacia él. Polina se sentó sobre sus muslos y se inclinó para continuar el beso. Ya no había dudas, ni miedo, ni inseguridad. Sus palabras obraban un efecto casi mágico. Dijo “seguridad”, y ella se sintió segura. Dijo “haz lo que quieras”, y de pronto le resultaba fácil seguir los impulsos de su propio corazón.
Aun así, seguía sintiéndose insegura, necesitando dirección. Apoyó las manos en su pecho y rompió el beso. Ruslán la volteó con suavidad, poniéndose sobre ella. Dejó unos besos ligeros en su cuello, y luego se separó apenas para susurrar:
—Todo irá bien.
Y todo fue bien. Tan bien que Polina no recordaba haberse sentido así nunca. Segura, confiada, cuidada. No imaginaba que podía experimentar algo así, ni esperaba tal ternura de Ruslán. Mucho menos sabía que él tampoco esperaba nada parecido de sí mismo…
Ojalá sus palabras fueran tan tiernas como sus caricias. A la mañana siguiente, Polina volvió a despertar sola en la cama. Ruslán estaba en la planta baja, preparándose para salir. Cuando ella bajó, su «buenos días» sonó igual que siempre: contenido, sin rastro de ternura.
Polina pensó que después de esa noche algo debía haber cambiado entre ellos, pero su comportamiento mostraba lo contrario. Ni alzó una ceja ni le preguntó cómo había dormido o qué pensaba hacer hoy. Ella también querría preguntarle algo, pero se dio cuenta de que no sabía absolutamente nada sobre la vida de su marido. ¿Qué hacía todo el día? ¿A dónde iba? ¿Qué le gustaba?