Tuya por el punto tres

12.

Polina no tenía las dos primeras clases; solo tenía que ir a la tercera, así que disponía de un poco de tiempo para quedarse a solas en su sala secreta para planear la fuga. Los recuerdos de la noche anterior y la sonrisa de Ruslán, por alguna razón, le impedían concentrarse en ese plan, así que los ahuyentaba con todas sus fuerzas.

— No te engañes —se dijo en voz alta, por costumbre—. Sigue siendo un hombre ajeno para ti, del que no debes esperar nada.

Pero cuando estás acostumbrada a mirar por encima del hombro y a desconfiar, cuando durante muchos años no has conocido el calor ni la ternura, y de pronto alguien te los regala… Te encariñas. Y quieres más.

Polina prohibió que esos pensamientos inquietaran su alma y se puso a planear la fuga. Ni se hablaba de simplemente solicitar el divorcio: ni Ruslán ni su tío se lo permitirían. Soñar con resignarse y quedarse a su lado era algo tentador, pero no, no podía.

Había aprendido de errores pasados, así que ahora sabía más sobre cómo escapar. Solo efectivo, ninguna tarjeta, no mostrar los documentos en ningún sitio. Huir, como mucho, haciendo autostop, nada de trenes. También podía usar algún autobús interurbano, aunque había riesgo: más gente la vería. En un cuadernito diminuto, Polina anotaba punto por punto todo lo que debía preparar. Pensó un momento y añadió una nueva tarjeta SIM y otro teléfono nuevo. Los compraría justo antes de irse, y su propio móvil lo tiraría en algún otro autobús o en un coche ajeno, para confundir las pistas durante unas horas, en caso de que intentaran localizarla por el teléfono. Ahora tenía en cuenta cada detalle. Decidió que esta vez no huiría a una gran ciudad, como antes, sino a algún lugar remoto, lo más lejos posible de allí.

Planear la fuga le daba un placer especial. Reflexionando sobre cómo lucharía por su libertad, ya se sentía un poco libre. A veces la imaginación obra maravillas: te regala sensaciones que aún no has vivido en la realidad, pero que aun así se sienten reales.

Polina guardó su pequeño cuaderno en el bolso y miró la hora: era momento de ir a clase. Se preparó a toda prisa y salió volando de la casa. Entrecerró los ojos por el brillante sol de octubre y, justo detrás de la alta reja metálica, casi chocó con una persona.

Una mujer esbelta, morena, con gafas, se estiraba para alcanzar el timbre. Parecía de unos veintisiete años; en su hombro izquierdo llevaba un bolso pequeño rojo tipo sobre, y en la mano sostenía una corbata de hombre. Sus labios, tan grandes que parecían picados por avispas, se entreabrieron.

— Oh, ¿aquí vive Ruslán?

Polina se quedó petrificada; sintió un vacío desagradable en el estómago.

— Sí. ¿Y usted quién es?

La chica sonrió y se presentó:

— Nina, su… amiga.

Quién era esa Nina quedaba claro sin explicaciones. Polina se quedó desconcertada un instante, pero logró mantener la compostura.

— Yo soy Polina, su… esposa.

— Encantada. ¿Está Ruslán en casa?

— No, no está ahora.

— Ya veo —alargó Nina. Al notar que Polina no pensaba preguntarle nada ni iniciar conversación, siguió ella misma—: ¿No me invitas a pasar? Nos conocemos mejor…

Con semejante descaro, Polina quiso echarla, cortarla en seco y pedirle que no volviera nunca más. Pero su orgullo le sugirió actuar de otro modo.

— Claro, pasa.

Entraron en la casa, y una vez dentro, Polina por fin preguntó:

— ¿Qué te trae por aquí?

Nina caminó sin pudor hacia el interior del salón. Sonriendo con viveza, respondió:

— Ah, sí. Ruslán se dejó su corbata en mi casa el domingo. Decidí traérsela y de paso ver cómo se ha instalado aquí. Toma.

Le tendió la desafortunada corbata. No hacía falta acercarla a la nariz para percibir el fuerte olor a perfume femenino que emanaba de ella.

Polina la tomó en silencio. Cerca del corazón, una especie de agujero negro empezaba a formarse y a expandirse, absorbiendo todos los sentimientos cálidos y esperanzadores de la mañana. El domingo estuvo con esta chica, y el lunes por la mañana la besaba a ella. El domingo, cuando Polina lo había esperado toda la tarde, incluso le había preparado la cena. Y lo de la noche de hoy… Claro, él no es tuyo, Polina, se recordó a sí misma. Solo tú le perteneces.

Nina sonreía satisfecha, detectando el desconcierto de la esposa de Ruslán. Preguntó:

— Entonces, ¿Ruslán no te habló de mí?

— No.

— Oh, supongo que todavía no sois lo bastante íntimos como para compartir cosas tan personales… A mí sí me habló de ti.

Ese comentario tan afilado dejó a Polina sin aliento. Quizás era incapaz de defenderse de su tío, incapaz de enfrentarse a Ruslán, pero a esta descarada con labios de relleno aún podía contestarle.

— Pues sí que somos íntimos. Solo que, tal vez, no consideró tu amistad como algo importante que valiera la pena mencionar.

Nina por fin se quitó las gafas, bufó y mostró una sonrisa tensa.

— Bueno, Ruslán y yo somos amigos desde hace años, y supongo que lo seguiremos siendo durante muchos más, así que qué bien que nos hayamos conocido.

Entonces estaban juntos desde hacía tiempo. Pero si fuera algo serio, ¿se habría casado él con otra? Y si esta tal Nina se respetara a sí misma, ¿metería las narices aquí? ¿O era su manera de marcar territorio? Polina la miró directo a los ojos y estaba a punto de echarla cuando Nina dijo:

— Me voy entonces… Parece que tenías prisa, así que no te entretengo. Tal vez nos crucemos otra vez.

Sin dejar de sonreír falsamente, Nina pasó junto a Polina rumbo a la puerta. Caminaba ligera, con la espalda recta como una dama distinguida en un evento social.

— No hace falta que nos crucemos —dijo de pronto Polina—. Puedo liberarte de tus largos y pesados compromisos.

— ¿Cómo?

Nina se desconcertó ante esa declaración inesperada. Su sonrisa ya no parecía tan convincente.

— Bueno, la postura de amazona, el sexo oral… O lo que sea que tú le ofrezcas. Ruslán ahora es un hombre casado, y ya hay quien cuide de él. Creo que tus servicios… quiero decir, tu amistad, ya no son necesarios.




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