Tuya por el punto tres

14.

Ruslán tuvo un día de locos. No solo el teléfono no dejaba de sonar por las llamadas de los socios, a los que no les gustaba su actividad “en frentes equivocados”, sino que además Navarro empezó a poner pegas. Existía el riesgo de que la trampa perfectamente planeada no lograra cerrarse, atrapándolo entre sus dientes. Ese desgraciado empezó a retrasar la firma de uno de los documentos que debía poner en marcha el complicado mecanismo de una venganza calculada al detalle.

Había que encontrar una palanca que ayudara a convencer o a presionar. Desde el principio Ruslán había pensado que, llegado el caso, esa palanca sería la querida sobrina de Navarro. Pero en la práctica resultó completamente inútil para ello. El tío no movería ni un dedo por Polina; después de todo lo que supo, Ruslán se convenció de ello. Quizá la idea del matrimonio había sido en vano.

Ese último pensamiento le recorrió el alma con una corriente desagradable. Recordó lo borracho, aturdido que se había sentido la noche anterior, cuando la besaba y acariciaba. Recordó lo abierta y confiada que parecía en esos momentos, y ya no podía pensar en su matrimonio como algo inútil. Cuando saldara cuentas con Navarro, reflexionaría qué hacer con Polina, pero hasta entonces aún tenía tiempo de sobra para disfrutar.

Volvió a casa furioso por culpa de ese cabrón, y no había ni cruzado el umbral cuando lo llamó Demetrio para avisarle que acababa de ver a Polina en una cafetería con un tipo. Para terminar el cuadro, en la sala estaba tirada una corbata que él había olvidado en casa de Nina.

Así que cuando Polina entró, él no dio rodeos: preguntó enseguida todo lo que le interesaba. Ella vaciló en la entrada, luego se acercó y respondió en voz baja:

—La corbata la trajo Nina. Dijo que te la olvidaste el domingo.

A Ruslán le pareció escuchar un leve reproche en sus palabras. Maldijo en silencio, dispuesto a arrancarle la cabeza a Nina por esa jugada.

—Y el chico… —continuó Polina—. Solo es un conocido, tomamos un café.

Miraba al suelo, sin querer levantar la vista hacia Ruslán. Sentía su culpa por el café mucho más claramente que él la suya por la infidelidad.

Ruslán enrollaba pensativo la corbata en la mano. Estaba hirviendo de descontento.

—¿Olvidaste nuestro acuerdo? ¿Olvidaste el tercer punto?

—Lo recuerdo.

—¿Y cómo dice?

—Soy tuya. Pero… no he roto nada. Solo tomamos un café, y ya.

Ruslán se acercó despacio, y a Polina le costó un gran esfuerzo mantenerse firme y no retroceder. En vez de eso dijo muy bajito, casi en un susurro:

—No me acosté con él, no te fui infiel como…

Quiso decir “como tú conmigo con Nina”, pero no se atrevió: recordaba que, según su acuerdo, no debía reprocharle nada. Y además parecía que Ruslán no veía en absoluto ninguna culpa propia. Lo que realmente lo irritaba era que ella hubiera tomado un café con otro chico.

Él se acercó aún más, inclinándose sobre ella, alterándola con su cercanía. Le puso la mano en la nuca y tiró suavemente de su cabello hacia atrás, obligándola a mirarlo.

—Si es así, está bien. Puedes ir a tomar café con él todo lo que quieras… Pero cada noche volverás a mi cama.

Las palabras sonaban frías, pero su contenido la impactó aún más que el tono. Polina no podía creer lo que escuchaba. Las manos de Ruslán de pronto quedaron sobre sus hombros, bajaron por sus antebrazos y luego agarraron bruscamente sus muñecas. Le llevó las manos a la espalda, pegándola con fuerza contra su cuerpo. Sus músculos se paralizaron ante aquel gesto brusco e inesperado. Estaba atrapada en sus brazos.

—Toma café y habla con él cuanto quieras —continuó—. Pero que no se atreva a tocarte. Si aunque sea con el meñique roza un pelo tuyo, se quedará sin dedos, y tendremos que revisar nuestras reglas. Reúnete con él todos los días si quieres, pero quien te toca soy yo. ¿Entendido?

Ruslán creía sinceramente que necesitaba su cuerpo, no su alma. Le daba igual a quién confiara secretos o a quién abría el corazón, mientras físicamente le perteneciera.

—Entendido —respondió Polina.

Él la miró con calma, sin furia, pero bajo su plexo comenzó a formarse una mala corazonada. Esa sensación se convirtió enseguida en miedo cuando los dedos de Ruslán empezaron a moverse alrededor de sus muñecas. ¡Las estaba atando con la corbata! Polina intentó soltarse, pero el nudo ya estaba tan apretado que no podía moverse.

—¿Qué haces?

—Deja de tantear el fondo —observó Ruslán con tranquilidad, ignorando la pregunta—. Más vale que no sepas dónde acaba mi paciencia. Porque cuando se me termina, desaparece toda la compasión.

Ató la corbata tan fuerte que Polina no podía hacer nada: no había manera de desatarla sola.

—No voy a poner a prueba tu paciencia, solo… —balbuceó.

Ruslán no la dejó terminar; se apartó un paso y luego se marchó, dejándola completamente indefensa en medio de la sala.

La corbata era lo bastante ancha y estaba atada de modo que la tela no cortaba la piel ni hacía daño. Lo único que le ardía —la piel o quizá el alma— era la consciencia de que esa corbata había estado en manos de otra chica. No podía deshacer el nudo ni aflojarlo. Durante diez minutos tironeó de los extremos, pero solo lo apretaba más. Estuvo a punto de gemir de desesperación; quería gritar o llorar, pero no habría servido de nada.

Se quedó en la sala veinte minutos más, esperando que Ruslán se apiadara y volviera. Pero no sucedió.

No tenía salida. Subió las escaleras para buscarlo y pedirle que la desatara. Una súplica humillante, pero no había otra opción.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Empujándola con el hombro, Polina entró. Ruslán, en posición semiacostada, estaba en la cama como siempre, revisando algo en su tablet. Su expresión no revelaba emociones, pero ella sospechaba que aún no se había calmado.

Se acercó al lado de la cama y pidió suavemente:




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