El día resultó gris, húmedo y frío. Después de las clases, Polina tomó un taxi y volvió enseguida a casa. Se puso con sus tareas habituales: preparó la comida, pasó un rato en su habitación secreta pensando en la fuga. Aunque, la verdad, ya no le alegraba. Si en los primeros días planear la huida le daba cierta satisfacción, le provocaba un estremecimiento increíble por dentro, ahora cualquier rastro de alegría había desaparecido. ¡Y apenas iba la segunda semana de matrimonio!
Bajó al primer piso para hacerse un té cuando llamaron a la puerta. Se sorprendió, preguntándose quién podría ser, y corrió a abrir. Pero se detuvo frente a la puerta. En la pantalla del videoportero vio a su tío. Dudó un instante si debía dejarlo entrar; no quería hablar con él, pero confió en que quizá había venido por Ruslán y se iría al enterarse de que no estaba en casa. Con dedos temblorosos pulsó el botón para abrir el portón.
Un minuto después, el tío ya estaba ante ella en la entrada.
—¿Estás sola? —preguntó, entrando en la casa.
—Sí, Ruslán no está. Si venías por él…
—No, vengo por ti.
Polina miró de reojo a su tío y notó la forma nada buena en que la observaba. Retrocedió hasta una distancia segura, que él acortó de inmediato, quedando a un paso.
—¿Recuerdas lo que te pedí antes de la boda?
Ella se sobresaltó. Lo recordaba, claro: su intento de convertirla en espía. Pero había decidido no meterse en sus asuntos y ni siquiera había intentado averiguar nada. Había otras preocupaciones. Y además, el primer punto del acuerdo con Ruslán.
—Sí, me acuerdo.
—Entonces, ¿por qué no me has informado de nada interesante hasta ahora? ¿De verdad no has oído ni visto nada? ¿Y no sabes por qué tu marido intenta ganarme con propuestas tan dulces como irreales?
Ella no lo sabía, pero aunque lo supiera, no lo habría dicho.
—No sé nada —respondió, mirando al suelo.
—¡Mientes! —estalló de pronto el tío—. ¿Ahora estás del lado de tu marido? ¿Incluso le contaste lo de la atizadora? ¿Te acuerdas de cómo me obligaste a llegar a ese punto?
—Yo solo quería disponer de mi propia vida, no era mi intención molestarte…
—Maldita ingrata —escupió él, torciendo el gesto—. Te lo di todo, te crié, te eduqué. Aunque podría haberte metido en un internado de mala muerte bien lejos, y te habrías pudrido allí junto con hijos de vagabundos y alcohólicos.
¿De verdad creía que estaba haciendo algo bueno por ella? Claro, el secreto de todos los canallas perdidos es que creen sinceramente ser buenas personas.
Polina vio que su tío apenas contenía la rabia, encendida hasta el límite. Debía de estar furioso por algo más, y ahora no le importaba descargarlo sobre ella. Una palabra fuera de lugar podía costarle caro. Pero ella también había llegado a su límite; ya no podía seguir conteniéndose.
—No podrías haber hecho nada —dijo en voz baja—. Necesitabas la tutela sobre mí.
La última vez que Polina le había hablado así de directo había sido más de un año atrás, y no terminó bien. Pero ahora no tenía miedo. Ruslán la protegería. Se lo había prometido. Sin duda lo haría. Se repetía mentalmente esto y rezaba para que esa promesa le importara más que cualquier colaboración con su tío. Y para que su enfado fuera más débil que su deseo de cumplir la palabra dada.
—Ah, tú…
—Solo déjeme en paz, por fin. Ya no soy de su propiedad, nunca lo fui, aunque usted se comportara como si lo fuera…
Sus palabras hicieron estallar su furia como una represa en deshielo. Polina no alcanzó a reaccionar cuando el tío la agarró del cuello con una mano y levantó la otra para abofetearla.
—No le importas a nadie más que a mí, entiéndelo —escupió, bajando su mano pesada hacia la mejilla de ella.
Ella cerró los ojos, preparada para el golpe, pero no ocurrió nada. Al contrario: el tío soltó su cuello de golpe. No pudo contener un suspiro de alivio cuando abrió los ojos y vio a Ruslán. Él sujetaba la muñeca de Navarro —aún levantada— y lo fulminaba con la mirada. Con la discusión no había escuchado cuándo había llegado.
—¿Qué está haciendo? —siseó, soltando la mano de Navarro. Se colocó rápidamente entre él y su sobrina.
Polina quedó protegida detrás de los anchos hombros de su marido y casi rompió a llorar. Cuando estaba sola con su tío no podía permitirse aflojar, pero ahora, con Ruslán apareciendo milagrosamente a tiempo y defendiéndola, las lágrimas querían salir por sí solas. ¡Si al menos él la abrazara y la consolara!
—Estoy hablando con mi sobrina —respondió Navarro con rabia, retrocediendo unos pasos.
—Con mi esposa —precisó Ruslán—. Le pediría que no le hable así. Y menos en nuestra casa.
—¿Vas a darme lecciones?
—En absoluto. Solo recuerde que ahora Polina es mi esposa, y yo soy el responsable de ella.
Polina seguía detrás de él. Bajó los ojos y procuró no asomarse por encima de su hombro: no quería ver la expresión de su tío. Antes una conversación así la habría lastimado. Responsable de ella. No era una incapacitada, ¿por qué siempre alguien tenía que ser responsable de ella? Toda la vida había querido ser responsable de sí misma. Pero ahora, en este preciso instante, le gustaba que esa misión recayera en Ruslán.
—Te has colgado al cuello un peso que no necesitas para nada —escupió Navarro, gruñó con disgusto y se marchó.
La puerta se cerró de un portazo, y solo entonces Ruslán se volvió hacia Polina.
—¿No llegó a hacerte nada? —preguntó.
—No… Gracias.
—¿Para qué lo dejaste entrar?
—Pensé que venía por ti, y que al saber que no estabas se iría.
Ruslán se quedó de pie con las manos en la cintura. El pecho se le alzaba con fuerza. Polina no sabía con quién estaba enfadado —si con su tío o con ella—, así que permaneció callada, mirando al suelo.
De repente él se acercó y la atrajo a su pecho. Era la primera vez que la abrazaba así, solo para consolarla, no con una intención íntima.