En los primeros días, Polina no podía dormir con él en la misma cama; ahora, en cambio, le costaba más conciliar el sueño cuando él no estaba a su lado. Incluso cuando Ruslán decía que se retrasaría, ella igual lo esperaba.
El otoño se había vuelto fresco, y era mucho más agradable pasar los días en la acogedora habitación “secreta” o en pequeñas cafeterías. A veces Polina iba a tomar un café con Keti, a veces sola, y un día se decidió a llamar a Antón. Recordó lo cálido que había sido hablar con él aquella noche, lo agradable que había sido reírse de sus historias divertidas. Y además, Ruslán se lo había permitido. Fue un permiso a regañadientes, pero un permiso al fin. Si él solo quería su cuerpo, bueno… ¿por qué iba ella a rechazar a quien le calentaba el alma?
Aquel permiso, quizá, fue lo que la impulsó. Si él se lo hubiera prohibido, jamás se habría vuelto a ver con Antón. Pero así, incluso llegó a gustarle: pasear, hablar con Antón y, por la noche, dormirse junto a Ruslán. Por eso se sentía mal —tal vez era la conciencia, tal vez algún mosquito en la cabeza susurrándole que no estaba bien actuar así. No estaba bien usar a un chico al que le gustaba solo para sentir un poco de libertad. Ella veía que le gustaba a Antón, pero estaba tan enfrascada en sus propios sentimientos que no le daba importancia. Al fin y al cabo, habían acordado que no habría nada más que amistad. Polina era demasiado inexperta para saber distinguir cuándo un acuerdo así era una verdad sincera y cuándo solo una fachada.
Ruslán lo sabía. Sabía perfectamente que ella se había vuelto a ver con Antón. Porque esa misma noche la besó con más pasión de lo habitual y en la cama… Polina se sonrojaba sin querer al recordar aquella noche.
No se dio cuenta del momento exacto en el que dejó de resistirse. A él y a sus propios deseos.
Y lo más extraño era que los viejos miedos se apagaban, como si alguien pulsara un botón mágico, cada vez que Ruslán estaba cerca.
«Él te gusta porque eres tonta —se dijo un día, sentada en la habitación secreta—. Porque te apetece cariño, te apetece que te abracen y te acaricien. Quieres que alguien te proteja. Él hace eso, por eso te gusta. No estás enamorada, no estás enamorada. No te engañes.»
El corazón decía otra cosa, indignado por esas conclusiones, pero Polina se empeñaba en no escucharlo. Seguía elaborando un plan de fuga. Ya había elegido una dirección aproximada, pero aún no había decidido el destino final. Lo ideal sería un pueblito perdido en otra punta del país, quizá en las montañas. Sin embargo, buscando, descubrió que allí casi no había pueblos remotos —la mayoría eran localidades grandes. Necesitaba algo más pequeño, más discreto, algún caserío olvidado donde pudiera alquilar o incluso comprar una casa y esconderse seis meses o un año. Con lógica sería más fácil perderse en una ciudad grande, pero a ella ya dos veces la habían encontrado sin dificultad. Y otras dos veces ni siquiera había llegado a esas ciudades por fallos en el plan.
Polina se sorprendía de sí misma: con qué facilidad combinaba dos cosas incompatibles —planear la fuga y perderse en los brazos de Ruslán.
***
Era viernes por la tarde. Vio desde la ventana de su habitación que Ruslán había llegado y bajó al primer piso.
—¿Pongo la mesa para la cena? —preguntó, ya dirigiéndose a la cocina.
—No hace falta, me voy.
Polina se quedó clavada en el sitio; un dolor incómodo le pinchó cerca del corazón.
—¿A dónde vas? —preguntó con cautela—. ¿A ver a esa chica?
Sabía que no debía preguntarlo, pero no pudo contenerse. Los peores presentimientos siempre llegan primero.
Ruslán inclinó la cabeza hacia un lado y la miró directamente a los ojos.
—Tal vez.
Ella frotó su antebrazo, bajó la mirada. Se sentía herida. Así que Nina no había desaparecido. Por la conducta de Ruslán no estaba claro si la había visto últimamente, y ella sinceramente esperaba que no. Por lo visto, fueron esperanzas en vano.
De pronto él se acercó mucho, la atrajo por la cintura hacia él.
—Pero también puedo no ir.
Se inclinó hacia su cuello, dejando un beso húmedo, pero ella no cedió; apoyó las palmas en su pecho, intentando apartarlo.
—Suéltame —pidió.
El resentimiento no le permitía aceptar sus caricias ahora. Él solo la usaba como sustituta de su amante. Porque estaba a mano.
Ruslán ya estaba encendido, no quería detenerse. Últimamente, con solo tocar su piel cálida, perdía el control. Y saber que tenía un rival lo incitaba aún más.
Puso la otra mano en su nuca, sujetándola con firmeza, y siguió besándole el cuello. Polina trató de zafarse, golpeándole el pecho con los puños, y en algún momento su respiración se volvió entrecortada, y en sus ojos asomó el viejo terror. Ruslán sintió cómo se tensaba en sus brazos. Le miró a los ojos, asustados, y aflojó el agarre al instante.
Idiota, sabía que ella temía la fuerza bruta. No podía hacerle revivir ese dolor. Maldijo por dentro, le acarició la mejilla. Sus labios temblaban de miedo y ofensa.
—Shhh… tranquila, tranquila. No tengas miedo.
La miró a los ojos, diciéndole solo con la mirada que no la tocaría si ella no quería. Polina se serenó tan rápido como se había asustado. Recordó las noches anteriores, cuando había estado tan bien en sus brazos, y la ofensa se desvaneció. Bueno, qué más daba, sustituta o no.
—Si quieres, está bien —dijo en voz baja—. No te vayas.
Ruslán pasó el pulgar por sus labios, tan suaves al tacto.
—Vamos juntos.
—¿A ver a tu amante?
Lo preguntó con una ironía triste. Ruslán soltó una breve risa nasal.
—No, a ver a mi madre. Tengo un par de asuntos más; nos quedaremos el fin de semana en D***. Lleva suficiente ropa.
Polina lo miró con los ojos muy abiertos, solo entonces dándose cuenta de que no sabía absolutamente nada de la familia de su marido. No sabía nada de su vida pasada. Asintió en silencio, escuchando el tembloroso presentimiento que crecía dentro de ella.