Polina no imaginaba que cosas que antes le parecían desagradables o que le generaban desconfianza podían llegar a gustarle. Algo que debería ser doloroso o casi repulsivo. Algo que te hace arder las mejillas y desviar la mirada.
Sin embargo, ellos entrenaban el punto dos: Polina se entregaba y recibía un placer provocado solo parcialmente por las caricias, porque en mayor medida — por esa confianza.
Y además había descubierto sus mimos favoritos, aquellos que esperaba cada vez. Por ejemplo, cuando Ruslán besaba su muñeca, luego subía con los labios hasta el pliegue del codo y mordía suavemente la piel fina justo en ese lugar donde normalmente te sacan sangre de la vena. O cuando la hacía darse la vuelta y trazaba un camino de besos a lo largo de la columna, dejando un sello húmedo en cada vértebra. Eso le provocaba un desmayo dulce y especial, tanto que Polina se sentía ingrávida, sin notar el suelo bajo los pies. Y no menos le gustaba tocarlo a él: dibujar con los dedos figuras sobre sus hombros, morderle ligeramente las clavículas, deslizar las manos hasta la parte baja de su abdomen… Lo único que no le gustó fue el momento en que él, en tono de reproche, le dijo:
— No vuelvas a hacer eso nunca. No te humilles para complacer a alguien, para demostrar algo o para retener a alguien a tu lado. Aunque ese alguien sea yo.
Ruslán tenía razón, pero en esos momentos, cuando la sermoneaba, ella realmente se sentía como una niña inmadura a su lado, y se enfadaba consigo misma.
Ahora, sentada en compañía de la madre y la tía de Ruslán, sus pensamientos volvían una y otra vez a los recuerdos de la noche. Ruslán se había ido temprano por la mañana “a hacer unos asuntos”. Muy en el fondo, Polina temía que esos asuntos fueran en realidad Nina, porque él aún no había dicho si seguiría viéndose con ella.
Antes de irse solo le susurró:
— Sé educada con mi tía; es la única persona cercana que aún está en su sano juicio.
La tía contaba algo sobre Italia, donde había viajado en verano, y Polina se sentía incómoda por no poder mantener la conversación. La madre de Ruslán estaba sentada en silencio en un sillón, con los ojos cerrados, encerrada en su propio mundo. Era rubia, aunque ya con bastante canas, tenía los mismos ojos grises y penetrantes que su hijo, y la piel muy pálida. En su juventud, seguramente habría sido bellísima. Polina quería hablar con ella, pero, sabiendo de su enfermedad, no se atrevía a acercarse.
Miró alrededor buscando algo en la habitación a lo que aferrarse con la mirada, algo de lo que pudiera hablar. Entonces reparó en una vieja fotografía familiar sobre la mesita. Era en color, aunque apagada, probablemente tomada en tiempos en los que Polina aún no había nacido. Se acercó a examinarla. La primera que reconoció fue a la madre de Ruslán, aunque en la foto parecía de unos treinta y cinco años, no más. A su lado había un hombre algo mayor y dos niños. En el menor, un niño rubito de labios carnosos, si uno se fijaba bien, podía reconocerse a Ruslán. El niño mayor, moreno y delgado, tenía un aire muy serio. ¿Su hermano? Polina recordó la foto que había visto en el teléfono de Ruslán. Pero entonces, ¿por qué la tía era “la única persona cercana”?
— ¿Es el hermano mayor de Ruslán? —preguntó a la tía.
— Oleg… —gemió la madre, despertándose sobresaltada.
La tía negó con la cabeza echando un vistazo a su hermana.
— Sí, mi sobrino mayor, Oleg…
— Y él…
— Dios lo tenga en su gloria.
Ah, con que eso era. Polina dudó si debía expresar condolencias, pero la tía continuó:
— ¿Y para qué se fue a esa maldita ciudad…? Y ahora también Ruslán, igual. No tengo nada contra tu ciudad, pero ya me quitó a un sobrino; no quiero perder al otro. Toco madera.
Algo desagradable le revoloteó bajo las costillas. ¿Sería esa la verdadera razón de la mudanza de Ruslán?
— ¿Y qué le pasó a Oleg?
— Ay, pues que toda la vida intentó demostrarle al padrastro que él también valía para algo. Puso un negocio allí… Bueno, “puso”. Ayudaba a un amigo suyo, ni siquiera era el principal. Los encontraron a los dos en un bosque fuera de la ciudad, con un tiro en la cabeza. En la mano de Oleg… —La tía hablaba tensa, se trababa, tragó saliva con dificultad.— En la mano de Oleg había una pistola. Le echaron todo a él, que si no se habían puesto de acuerdo en algo, que si mató al socio y luego se suicidó. Después de aquello, a mi hermana le pasó lo que le pasó. Ya cuatro años así…
Polina se dejó caer pesadamente en el sillón y miró a su suegra, que repetía el nombre de su hijo mayor solo con los labios. Algo en esa historia no encajaba, pero no lograba entender qué. Quizá… ¿quizá su tío tenía algo que ver con la muerte de Oleg? Él tenía relación con todo lo que ocurría en su ciudad…
Se puso tan pálida que incluso la tía se dio cuenta.
— Oye, ¿qué te pasa?
— Nada. Solo… Dijiste que “intentaba demostrarle al padrastro”…
— Oleg era hijo del primer matrimonio de mi hermana; incluso tenía otro apellido. Nunca contó que era hijastro de un rico, al contrario, le avergonzaba. No podía aceptar a Bohdan, y ya está, aunque ni recordaba a su padre biológico.
La tía la miró con atención y luego añadió:
— ¿Ruslán no te ha contado nada? Se nota que no sois muy cercanos.
Nada que negar. No muy.
Al cabo de una hora regresó la cuidadora de la madre de Ruslán, que la noche anterior había pedido permiso para ir a casa, y la tía y Polina salieron de compras.
Lara eligió el centro comercial Passazh, donde estaba su tienda italiana de zapatos preferida. Mientras se probaba botas de invierno, una tras otra, Polina observaba a la gente. No le interesaban las compras; le gustaba mirar a los demás, observar las instalaciones en los escaparates. El centro comercial abundaba en boutiques de ropa, accesorios, joyería… Era tanta la variedad que a uno le entraban ganas de comprarlo todo. A Polina le resultaba indiferente; tal vez si no pudiera permitírselo, también desearía tenerlo. Pero en su cartera estaba la tarjeta de Ruslán, y el dinero parecía no acabarse. Cuando sabes que puedes tener cualquier cosa, de repente pierdes el interés.