
"¡Precioso! ¡Es perfecto!" exclamó Rarity llena de júbilo, tan dichosa como si hubiera descubierto un inmenso diamante rosa.
Aislada dentro de un traje de látex, la unicornio no se hallaba en una cueva de gemas preciosas ni en una exposición de zafiros invaluables. Más bien, estaba en el almacén de alimentos del sótano de la falsa casa del árbol de Twilight, sosteniendo en lo alto lo que, a simple vista, parecía un ordinario frasco de condimentos.
Aun así, para Rarity el objeto era un hallazgo excepcional.
"Un poco de maicena y un toque de regaliz harán de la comida que prepare para mis amigas un auténtico banquete digno de Canterlot." pronunció con firmeza triunfal, dando un salto elegante desde el pequeño banco en el que había estado parada y cerrando con magia las puertas de la despensa tras de sí.
Se hallaba sola, hablando consigo misma en el sótano, pero eso no le importaba; habría dicho lo mismo de estar acompañada.
Ese detalle, sin embargo, la hizo detenerse a pensar.
"Por otro lado... Applejack no mencionó nada de maicena en la despensa... ¿Qué curioso? Uhmm... no es posible."
Rarity podía pensar muchas cosas de sus amigas, pero en ciertos aspectos no tenía dudas. Applejack trabajaba con empeño y rara vez fallaba en sus compromisos. Si la lista era responsabilidad de ella, era de esperar que fuera correcta.
Pero no era así.
La unicornio detuvo su andar, examinando con atención el pergamino de suministros. Una profunda reflexión sobre los días pasados la envolvía.
A principios de esa casi-semana, Applejack había asumido el liderazgo del grupo. Y la primera orden de la poni granjera había sido revisar los alimentos disponibles y todo rastro que Twilight y Badwhiz pudieran haber dejado en la casa del árbol.
Rarity no estaba en contra de esa decisión, era razonable; sin embargo, a su parecer su amiga tendria que haber incluido hacer tambien del aseo grupal una prioridad inmediata.
"Rainbow olía terrible..." murmuró, recordando con desagrado cómo su olfato —y el de las demás— había despertado de la peor forma al percibir el hedor de sus propias compañeras. Peor aún, al percibir el suyo propio...
"Pero en ese momento Applejack solo pensaba en los suministros. Y Pinkie... ¿la ayudó con eso?"
Su memoria de aquellos días era difusa debido a los episodios de fiebre, provocados más por el choque del nuevo ambiente que por una enfermedad real. Aun así, habia conservado suficiente lucidez para estar segura de que Pinkie Pie había ayudado a Applejack a crear esa lista. Ademas que ambas ponis la habían revisado varias veces para asegurarse de que fuera correcta.
"¡Faltaba azúcar!" ¿habia repetido Pinkie Pie?
Recordar eso no importaba... lo que si importaba era entender ¿Por qué faltaban tantas cosas y, en cambio, sobraban otras?
"Clack!" se escuchó en la silenciosa habitación.
Un repentino escalofrío recorrió la espalda de la unicornio. Alerta, elevó con su magia una sartén de plástico, barriendo el aire a su alrededor mientras observaba nerviosa cada rincón.
Nada. Solo la despensa vacía.
Tras un tiempo indeterminado, bajó la sartén en silencio, mirando con desconfianza las sombras ordinarias de los muebles de plástico.
Incluso con sus sentidos limitados por el traje que la aislaba del exterior, Rarity podía percibirlo con claridad.
Ese mundo liminal, aquella caja de juguetes en el que estaban atrapadas, no estaba vacío.
Algo las acechaba... dentro del mundo de juguetes.
¿Mundo de juguetes? penso la poni con ingenio. Eso en definitiva sonaba mejor. Lo anoto con brillantes en su diario mental.
"Necesitamos tener todas una nueva reunión... hoy mismo." anunció en voz alta sin apartar la mirada del aire inmóvil en medio de la habitación. "Pero antes... Pinkie."
Con estas palabras abrió la puerta y, sin mirar atrás, abandonó el lugar.
Detrás de ella, en la despensa cerrada, un nuevo frasco de maicena había aparecido.
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Oculta por un extenso mantel, una débil luz de vela se encendió bajo la mesa, revelando entre sombras una escena extraña y perturbadora.
"¡Preciosos! ¡Sí, mis preciosos! ¡Por fin son míos!", exclamaba entre jadeos una irreconocible Pinkie Pie, empapada en sudor. Su melena, enredada entre astillas, era un caos de mechones indomables. Su sonrisa —tan afilada que parecía doler— dibujaba en su rostro el frenesí que la consumía. Sus ojos, febriles y brillantes, se hallaban fijos en algo que solo ella parecía entender.
Y ese algo, causante de aquel estado de euforia, se encontraba allí mismo.
Frente a ella, entre sus pezuñas, una pila de caramelos multicolores relucía bajo la luz temblorosa, como si fueran gemas preciosas. Pinkie los observaba con devoción, acariciándolos con la ternura de quien guarda un tesoro irremplazable.
Si sus amigas hubieran estado allí, sin duda habrían dado un paso atrás. Pero no lo estaban. En su lugar, la acompañaban otros… para quienes ese tipo de conducta no resultaba ni desconocida ni incómoda.
"¡Muy bien hecho!"
"¡Sí! ¡Hurra!"
"¡Te felicito!"
Las voces provenían de la penumbra. Allí, bañados por la luz vacilante de la vela, se hallaba un grupo tan improbable como familiar: el Sr. Pelusa, el Sr. Nabo y Rocky la roca —cada uno en su respectivo balde—, viejos confidentes de Pinkie Pie que ahora celebraban con entusiasmo su más reciente hazaña.
"Gracias, gracias. No lo habría conseguido... ¡sin ustedes! ¡Yiiii!" respondió entre chillidos la poni rosada, intentando calmar su respiración mientras se echaba al suelo.
"¿Para qué están los amigos, entonces? Siempre puedes contar con nosotros", afirmó con solemnidad el Sr. Nabo.
"¡Tú siempre lo logras, amiga!" añadió Rocky la roca.
"Desde el primer momento supe que lo conseguirías", completó el Sr. Pelusa.