Desperté al siguiente día revolviéndome entre las sábanas; apenas podía abrir mis ojos en su totalidad pues estaban hinchados y pesados. Un pesar se posó sobre mis hombros haciéndome encorvarme de lado, con el cuerpo débil, pequeñas lágrimas acumulándose en mis ojos y resbalando suavemente por mis mejillas demacradas; estaba triste. Mi cerebro recapituló lo sucesos del día anterior con dificultad:
Daniel había prometido una sorpresa, me dio un papel con la dirección de un lugar especial al que iríamos a celebrar en cuanto terminaran las clases. Cada uno llegaría por su cuenta, ya que mi novio tenía que atender a su club de estudio para sus exámenes que tenían de vez en cuando. El restaurante estaba bastante lejos de la facultad, por lo que tomé el autobús cuya parada estaba del otro lado del campus, tuve que rodear la extensión de terreno en una larga caminata que valía la pena si me ponía a pensar en la maravillosa tarde que pasaría con mi novio en una hora. Subí al autobús tomando mi asiento de siempre, recargando mi cabeza sobre la ventana buscando entretenimiento durante el camino con el paisaje del montón de personas yendo y viniendo en distintas direcciones con atuendos coloridos. Esperé cinco largas paradas hasta bajar una cuadra antes de llegar al lugar, emprendiendo otra caminata entre casas, locales de comida y belleza. Habían sido quince minutos de viaje así que al menos tendría que esperar el mismo tiempo para ver a Daniel. Tenía mucha hambre, en todo el día solo había podido comer una barrita de granola y un jugo de naranja que saqué de las máquinas expendedoras además del intento de desayuno que tuve en casa. No hubo rastros de Javier en todo el día en la facultad, por lo que no pudo alimentarme, más bien: por lo que no pude robarle de su almuerzo; solo esperaba que estuviese bien.
“Date prisa amor, tengo hambre”
El restaurante era hermoso, estaba hecho de madera. Tenía unas banquitas en el exterior enmarcando en paralelo la entrada que era un camino de grava; del techo colgaba una enredadera con pequeñas flores amarillas, un rosal crecía por las paredes hasta chocar con la ventana por la que pude ver a una familia de dos jóvenes y una niña pequeña comer. Me recibió un chico con un peinado gracioso, usaba una camisa blanca, un saco azul marino ajustado, pantalones y calzado negro; él me introdujo al restaurante. Por dentro era igual de acogedor, como estar en una cabaña enorme en medio de un bosque (un sueño), tenía mesitas de cuatro personas hechas de madera con sillas en cada lado cuyo respaldo era un trenzado. Al poco tiempo de sentarme un mesero (con un atuendo similar al del hombre de la entrada, a diferencia de su chaleco era rojo), llegó a colocar un mantel rojo oscuro que cubrió toda la mesa y descendió a pocos centímetros del suelo; luego colocó otro de color blanco con un patrón de cuadros atravesando la mesa, este era más pequeño; colocó un florero negro con una rosa roja en él, a su lado el salero y pimentero. Finalmente puso un plato de madera rodeado de los respectivos cubiertos en mi sitio, sobre éste puso una servilleta blanca con un anillo para servilletas de un trenzado similar al de las sillas. Dejó la carta frente a mí y luego sacando una libreta de su chaleco preguntó:
—¿Esperas a alguien más?
—A mi novio, no tarda en llegar.
—¿Desea que te traiga algo mientras lo esperas?
Dudé un momento, no quería empezar a comer sin Daniel, pero mi estómago rugía por comida.
—De acuerdo, solo deme un momento en mirar la carta. —El muchacho asintió yéndose.
Había demasiadas opciones, pero una crema de zanahoria y papa abrió definitivamente mi apetito.
“Empezaré a comer, espero que no te moleste, amor”
Puse en otro mensaje, el primero ni siquiera lo había leído. Que no contestara rápido mis mensajes me desanimaba bastante, sentía que hablaba sola. Busqué con la mirada al chico, este apareció segundos después con un plato, servilleta y cubiertos que colocó en el lugar frente a mí, preparando el lugar para Daniel. Me miró con una sonrisa, tal vez mi cara famélica le parecía graciosa. Ordené de prisa mi crema con una bebida pues tenía una llamada entrante de Javier, otro que al igual que yo, odiaba que las personas se tardaran en contestarle.
—¡LUNA! —gritó un castaño eufórico del otro lado de la línea haciendo que despegara el celular de mi oreja de sorpresa—. ¡Luna, creo que estoy enamorado!
Mi mejor amigo, Javier Ibarra de León.
Él y yo, solemos llamarnos por nuestro apellido favorito, en ambos casos: el segundo.
—Primero, deja de gritar o te cuelgo; segundo, ¿de qué estás hablado?
—Ay, Luna… hay un chico que cada vez que lo veo siento que quiero vomitar.
—¿Eso debería ser halagador o bonito? —reí negando la efusividad de mi amigo, como si jamás hubiera conocido a un hombre en su vida.
—Luna comprende que esto es importante; hace mucho que no me emociono por alguien así.
El mesero trajo mi limonada junto con una cesta de pan el cual empecé a devorar mientras mi enamorado amigo me contaba su cuento de hadas.
—Jamás dije lo contrario —suspiré agarrando un palito de pan, no había señales de que el mesero fuera a traerme mi crema. Cuando terminé de masticar, continué—. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que estás enamorado, León? Solo llevas un día de conocerlo.