Two wheels, one heart

Capítulo 1 ˜”*°•.˜”*°• JOAN •°*”˜.•°*”˜

Mi vida, o al menos la versión que yo le mostraba al mundo, era una película perfecta. Despertar cada mañana en mi cama, con la luz del sol colándose por las persianas, se sentía como el inicio de una escena bien guionizada.

A mis 17 años, mi existencia era una colección de clichés dorados y sin fisuras. Cabello rubio, un poco desordenado, que brillaba con cualquier atisbo de luz. Una sonrisa que, según mis amigos, era capaz de derretir el hielo. Y un cuerpo atlético, construido a base de horas de entrenamiento en el campo de fútbol.

Si alguien me hubiera preguntado cómo me sentía, habría respondido con un "genial", porque eso es lo que la gente esperaba de mí. Era Joan Wilmore, el "Pan de Dios", el chico sin problemas, el que lo tenía todo.

Pero si la vida fuera una película, yo era el actor principal que se había olvidado de su papel. Por dentro, había una grieta. Pequeña al principio, un simple susurro en el rincón de mi mente, pero con el tiempo se había convertido en un eco constante, una melodía desafinada en medio de una sinfonía perfecta. Y esa melodía era el miedo. El miedo a no ser la persona que todos creían que era. El miedo a romper la burbuja de la perfección.

Mi rutina era un ancla.

Me gustaba la previsibilidad, el confort de saber qué vendría después.

El olor a tostadas y café recién hecho, el ruido de mi padre, David, leyendo el periódico en el comedor, y el de mi madre, Sarah, tarareando una canción en la cocina mientras preparaba mi desayuno. Era el ambiente perfecto para el chico perfecto.

Mis padres eran el epítome de la pareja cariñosa. Siempre me apoyaban en todo, desde mis partidos de fútbol hasta mis notas en la escuela. A menudo me preguntaba si su amor era incondicional, o si había límites que yo, con mi secreto, no me atrevería a cruzar.

A veces, los veía mirarme con una ternura mezclada con preocupación, y mi estómago se retorcía. Sabía que sabían. No lo decían, no lo discutíamos. Pero la verdad flotaba en el aire de la casa, invisible pero pesada, como el polvo que se asienta en los muebles.

El viaje a la escuela era un ritual.

Mi amigo Leo, con su cabello castaño y su risa contagiosa, me recogía en su viejo Volkswagen. El aroma a goma quemada y gasolina era un perfume familiar. Hablábamos de todo y de nada. De las tareas, de los partidos, de las chicas.

De las chicas.

Esa era la parte más difícil.

Mis amigos hablaban de ellas con una naturalidad que a mí me resultaba extraña.

—Oye, Joan, ¿has visto a Jessica con el vestido azul? Está brutal. —decía Leo.

Yo sonreía, asentía y murmuraba algo como "sí, se ve bien". Pero por dentro, mi mente se quedaba en blanco.

Podía apreciar su belleza, claro, pero no había ninguna chispa, ningún sentimiento de atracción. Era como mirar una obra de arte muy bien pintada. Bonita, pero no me movía.

Llegábamos al estacionamiento de la escuela, y la vida se volvía un torbellino.

La gente me saludaba por mi nombre, golpeaba mi hombro, me sonreía. Era fácil ser el chico popular, porque no tenía que hacer mucho. Solo tenía que ser yo... o la versión de mí que todos conocían.

El pasillo era un río de rostros familiares, de murmullos y risas, y yo flotaba en él, sin tener que remar. En la clase de Historia, la profesora Harrison hablaba sobre la caída del Imperio Romano, pero yo estaba perdido en mis pensamientos.

Me imaginaba a mí mismo en un futuro no muy lejano, en una universidad lejana, en un lugar donde nadie me conocía. Sería un borrón y cuenta nueva. Un lugar donde podría ser, quizás, la persona que realmente era.

Mi mente vagaba.

Pensaba en las aplicaciones para universitarios, en los dormitorios, en el bullicio de los pasillos. Sentía la emoción y el terror a partes iguales. El terror de que esa nueva vida, ese nuevo comienzo, no fuera diferente al anterior.

El miedo de ser, una vez más, Joan Wilmore, el chico perfecto, pero vacío. La universidad era mi escape, mi salvación. Pero también mi jaula. Mis padres esperaban que me fuera a una de las mejores, a una que estuviera cerca de casa, una que yo pudiera visitar los fines de semana. Quería ir, quería la experiencia. Pero también quería escapar.

—Vamos, muero de hambre —comentó Leo—. ¿Pensaste lo que te dije?

Mientras caminaba con él, negué.

Sinceramente, ni había escuchado sus palabras.

—Lo siento, pero no sé qué me dijiste... —me sentí mal por la situación—. Perdón.

Leo asintió, sin darle mucha importancia.

Durante el almuerzo, mi mesa era un punto de encuentro. Mis amigos del equipo de fútbol y yo nos sentábamos en una mesa larga, riendo, comiendo y haciendo planes para el fin de semana. No había un solo momento de silencio, lo cual era perfecto para mí, ya que me daba la oportunidad de no pensar.

No podía pensar en nada. No podía pensar en esa noche que me quedé hasta tarde viendo una película, y que mis ojos se detuvieron en la forma en que los actores se miraban, no en la actriz, sino en el actor. No podía pensar en el momento en que me encontré con Alex, el chico del equipo de béisbol. Su mirada, su sonrisa, la forma en que se mordía el labio cuando se concentraba. No podía pensar en nada. Y la única manera de no hacerlo era rodearme de gente, de ruido, de mi vida "perfecta".

La tarde era para el fútbol. El olor a césped mojado y a sudor era como un segundo hogar. En el campo, me sentía en control. El balón era una extensión de mi cuerpo, cada pase, cada gol era una victoria. No había espacio para la duda, para el miedo. Era solo el juego. Pero incluso allí, los susurros me perseguían. "Oye, ¿has visto a ese chico de allá? Es nuevo en el equipo". Y mis ojos se volteaban, sin que yo lo quisiera, y mi corazón se aceleraba por un segundo. La emoción y el miedo se mezclaban en un coctel que me dejaba aturdido.

Cuando la práctica terminaba, mi cuerpo estaba cansado, pero mi mente seguía despierta. Me duchaba y me iba a mi casa. El viaje en el auto de Leo era silencioso, un silencio cómodo, un silencio que a veces me gustaba, porque me daba la oportunidad de pensar. Pero también era un silencio que me aterraba, porque me daba la oportunidad de sentir. Y no quería sentir nada.




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