Two wheels, one heart

Capítulo 2 ”*°•.˜”*°• REG •°*”˜.•°*”˜

Mi vida no era una película, era un campo de batalla. Un campo de batalla donde la única regla era sobrevivir. Con 23 años, mis tatuajes en los brazos eran como medallas de guerra, cada uno marcando una cicatriz. Cada trazo de tinta era un recuerdo de una batalla ganada o perdida, un intento de controlar algo en un mundo que se sentía caótico.

Mi moto, una Harley-Davidson negra, no era solo un vehículo; era mi extensión, un rugido de metal que ahogaba el silencio de mis pensamientos. Era mi escudo, mi única posesión verdadera, mi única forma de libertad. Yo no nací en una burbuja de perfección. Mi vida era una constante entre la miseria y el querer ser, entre el ser y el no ser.

Mi mirada era un espejo de mi alma, una mirada fría, cínica, que intimidaba a la gente y me hacía sentir poderoso, aunque era gris. Era el tipo de persona que te hacía cruzar la calle, y si bien no era un criminal, tampoco era un alma caritativa.

Mi vida era una constante búsqueda de dinero fácil, una lucha por escapar de la miseria que me perseguía. La miseria tenía un nombre: mi padre. Un hombre con el que nunca me había llevado bien, un hombre que me recordaba a mí mismo en cada espejo. Era un hombre con los ojos vacíos, un hombre que vivía en el pasado, un hombre que me culpaba de todo. Un hombre que me odiaba.

Esa noche, cuando llegué a casa, la luz de la sala estaba encendida.

Sabía que me esperaba.

El aroma a tabaco y alcohol me golpeó, un olor familiar que odiaba con todo mi ser.

Abrió la puerta, sus ojos me miraron y una mueca de asco se formó en su rostro.

—¿Dónde estabas, Regulus? ¿Gastando el dinero que no tienes en esa cosa? —me preguntó, señalando mi moto con desprecio.

Bajé la mirada por un instante.

—Estaba trabajando. En lo que puedo —respondí, con la voz tan fría como la suya.

El aire se volvió pesado, la tensión se podía cortar con un cuchillo.

—¿Trabajando? ¿En qué? ¿En arruinar tu vida? —me gritó, con la voz llena de odio—. Eres un inútil, un bueno para nada. No eres más que una decepción para mí.

Sus palabras me dolieron más de lo que quise admitir. Me dolieron porque eran la verdad. O al menos, la verdad que él me había hecho creer. Me dolieron porque eran las palabras que había escuchado toda mi vida. "Eres una decepción", "eres un fracaso", "eres como tu madre". Siempre lo mismo, una y otra vez.

—No digas eso —comenté con seriedad—. Estoy harto de escucharte decirme eso.

Su mirada más fría que el hielo, me congeló la sangre cuando se posó en mis ojos.

Supe que lo que iba a decir... Me destrozaría más de lo que podría admitir.

—¡Vete! —me gritó, con los ojos llenos de lágrimas de frustración—. Vete de mi casa. Ya no te quiero aquí. Eres un cáncer, Regulus. Un cáncer que me está matando.

Mis ojos se abrieron como nunca antes. Sabía que estaba hablando de verdad, pero...

—¿Qué? —pregunté—. Padre...

—¡No quiero escucharte más! —me chilló.

—Pero...

Su mano se alzó, y su voz se hizo más fuerte.

—¡Vete! ¡Vete de aquí y no vuelvas nunca! —me gritó, con la furia de un demonio—. ¡Vete, vete, vete!

Me empujó, y por un segundo, me sentí como un niño pequeño. Me tambaleé, y caí al suelo, con el ruido de la puerta cerrándose detrás de mí. Estaba solo. En la calle, con el frío del asfalto pegado a mi piel, con las palabras de mi padre resonando en mi cabeza. "Eres una decepción".

Me levanté, con la rabia ardiendo en mis venas.

Me subí a mi moto, y el motor rugió, un rugido que ahogó el llanto en mi garganta. Aceleré, me alejé de esa casa, de ese hombre, de esa vida. Me alejé de la miseria. No sabía a dónde iba, pero sabía que no podía volver.

Manejé por horas, con el viento golpeando mi rostro, con la noche engulléndome. Me detuve en un bar de carretera. El humo, el olor a alcohol y a desesperación eran familiares. Pedí una cerveza, y me senté en un rincón oscuro, un lugar donde nadie me molestaría.

El barman, un hombre con una barba gris y ojos cansados, me miró, y supo que no quería hablar. Me dejó en paz, y yo me dejé llevar por la oscuridad. La cerveza se deslizó por mi garganta como un veneno, amarga y fría. No buscaba una solución, solo un respiro, una pausa en el torbellino de mi vida.

La imagen de mi padre gritándome se repetía en mi mente. Sus ojos llenos de furia, su mano temblando de rabia, la forma en que su rostro se deformaba en una máscara de desprecio. No era la primera vez que pasaba, pero cada vez se sentía como la primera. Cada vez que me gritaba, era como si una parte de mí se rompiera. Yo no era un niño que buscaba amor. Solo quería un poco de paz, un poco de respeto. Quería que se diera cuenta de que yo no era él, que yo no era la mierda que él me había hecho creer que era.

La puerta del bar se abrió, y el aire frío de la noche me golpeó. Una pareja entró, riéndose, con la alegría que yo no conocía. Sus voces eran suaves, sus ojos brillaban con amor. Me quedé mirándolos, con el corazón apretado en el pecho. Me sentí como un fantasma, invisible, en un mundo que no me pertenecía. Ellos tenían lo que yo nunca tuve: una familia, un hogar, amor.

La miseria no era solo la falta de dinero. Era la falta de amor, de apoyo, de una mano que te dijera que todo iba a estar bien. Era la soledad, la desesperación, la sensación de estar perdido en un mundo que no te quería. Era la sombra de un padre que me había enseñado a odiar, a ser cínico, a desconfiar de todos.

No sabía dónde ir. No tenía un lugar al que llamar hogar. Mi apartamento era un cubículo frío y oscuro, un lugar donde solo existía yo y la sombra de mi padre. Quería escapar, quería irme lejos, a un lugar donde nadie me conociera, a un lugar donde pudiera empezar de nuevo. Quería ser libre.

Me levanté, con la furia ardiendo en mis venas. Tenía que irme. Tenía que encontrar una forma de escapar de mi padre, de mi pasado, de mi miseria.




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