La música de la fiesta en la playa era como una marea, subiendo y bajando, llenando mis oídos y mi alma. Estaba con mis amigos, riendo a carcajadas, con una cerveza en la mano y la arena en mis pies. El mundo se sentía perfecto, como si no hubiera un solo problema. Pero había uno: la conversación con Leo sobre Jessica y el baile de graduación.
El dilema me perseguía como una sombra. La idea de invitar a una chica al baile, de fingir que me gustaba, me daba náuseas. No quería hacerlo. No podía. Sentía que si lo hacía, estaría traicionando una parte de mí que todavía no podía aceptar.
De repente, una voz profunda me sacó de mis pensamientos.
—Hola, ¿no eres tú el chico que rompió mi auto con el balón de fútbol la semana pasada?
Me volteé y me encontré con la mirada más intensa que había visto en mi vida. El chico era todo lo contrario a mí. Tenía el cabello oscuro, tatuajes en los brazos, y una chaqueta de cuero que me hacía sentir como si estuviera en presencia de un demonio. Me sentí nervioso, un poco intimidado, pero a la vez, una extraña curiosidad se apoderó de mí.
Sus ojos grises se posaron en los míos azules.
Una pequeña sonrisa creció en mis labios, una que no entendía.
—No, no soy yo. Me confundes. ¿Quién eres tú? —le pregunté, con una sonrisa nerviosa.
Lo miré y sentí una profundidad en su mirar que me sumergía por completo.
¿Hace cuánto tiempo lo estoy mirando de este modo?
¡Qué verguenza, Joan!
—Regulus —me dijo, con la voz profunda y una mueca de lado.
Jamás había escuchado ese nombre en la vida.
Era un nombre muy original para un hombre tan hermoso.
El nombre me sonó como si estuviera hecho de sombras. Y su mirada me hizo sentir como si fuera un libro abierto. Por alguna razón, me sentí en confianza, como si por primera vez en mi vida, alguien me estuviera viendo de verdad.
Por primera vez en mi vida, me sentí como yo mismo.
Un poco nervioso, un poco torpe, pero yo mismo.
—Joan —le dije—. Mi nombre es Joan.
Él asintió.
—Lo sé —me dijo. Y mi corazón se detuvo.
—¿Cómo...?
—Tu amigo te llamó por tu nombre —me interrumpió—. El que te llama 'Pan de Dios'. Por cierto, ¿qué significa eso?
Me reí. Era una risa nerviosa, que sonó como un balbuceo.
—Es... es un apodo. Significa que soy un chico muy bueno. Un chico que nunca hace nada malo.
—No pareces tan bueno —me dijo, y sus ojos se clavaron en los míos, una chispa de malicia en ellos.
—¿Y tú? —le pregunté, con la voz temblorosa—. ¿Eres un diablo?
Él se rió, y su risa era como una melodía oscura.
—Puede ser. ¿Te asusta eso?
—No —dije, y la mentira sonó tan convincente que casi me la creí—. No me asustas.
Él se acercó un poco más, y mi corazón empezó a latir con fuerza.
—Debería asustarte —me susurró, y su voz era como terciopelo—. Soy peligroso, Joan.
—Yo también —le dije, y esta vez, la mentira sonó tan hueca que me asustó—. No soy tan bueno como parezco.
Él me miró, y su mirada era una mezcla de asombro y burla.
—Lo dudo, Pan de Dios. Tu brillo es casi cegador.
Me quedé en silencio, procesando sus palabras. Mi brillo. Nadie me había dicho algo así.
Sentí una ola de confusión y emociones abrumadoras que me golpeó.
Mi mente se volvió un caos, un laberinto de preguntas sin respuestas.
¿Por qué me estaba diciendo esto? ¿Qué quería de mí? ¿Por qué mi corazón latía tan fuerte?
—¿Por qué estás aquí? —le pregunté, y mi voz era casi un susurro—. ¿Por qué me seguiste?
Él no respondió. En cambio, su mano se deslizó por mi brazo, y mi piel se erizó. Su tacto era como el fuego, una corriente de electricidad que se extendía por todo mi cuerpo. Mi cerebro gritaba que me alejara, que me escapara de ese peligro inminente, pero mi cuerpo no respondía. Quería más.
Él hizo una mueca con sus labios.
—Estoy bien. Solo tuve un mal día. Y una mala noche. Mi moto está en el taller. Es una larga historia —me dijo, con un tono de voz que me hizo querer saber más.
Nos sentamos en la arena, y empezamos a hablar.
Le conté sobre mi vida, sobre mis amigos, sobre el fútbol, sobre la universidad. Le conté sobre mis sueños y mis miedos.
Él me escuchó, con la mirada fija en mí, como si mis palabras fueran lo más importante del mundo. Le conté sobre el dilema del baile de graduación, sobre cómo me sentía presionado para invitar a una chica. Le dije que no quería hacerlo, que no sentía nada por ella.
Me miró, y su mirada se suavizó. Me dijo que no tenía que hacer nada que no quisiera. Que si no era feliz, no tenía que hacerlo. Me sentí aliviado. Era la primera vez que alguien me decía eso.
Luego, él me contó sobre su vida.
No me dio muchos detalles, pero me dijo que no era fácil. Me dijo que su vida era una constante lucha por sobrevivir, que no tenía un hogar, que no tenía una familia. Me dijo que su única posesión verdadera era su moto.
Su voz era amarga, llena de un dolor que yo no conocía.
Me sentí mal por él.
Quería abrazarlo, quería decirle que todo iba a estar bien.
Se levantó, y me tendió la mano.
No entendí. Me limité a ver su mano extendida.
—Ven, vamos a bailar. Ya que estamos aquí.
Su tono sonó como una orden, pero tenía un no sé qué...
Dudé por un segundo.
Nunca había bailado con un chico. Pero, ¿qué más daba? ¿Qué tenía que perder?
—Solo una canción —me dije a mí mismo en voz alta—. Total, nunca más voy a ver a este chico.
El baile empezó. Nos movimos al ritmo de la música. Él me miró a los ojos, y por un segundo, el mundo se detuvo. No había nadie más. Solo estábamos nosotros, la música y las estrellas. Susurró algo en mi oído, algo que me hizo sonrojar.
—Eres el chico más bonito que he visto.
Mis mejillas se pusieron rojas, y mi corazón latió más rápido.
Me reí, nervioso, pero feliz.