Two wheels, one heart

Capítulo 4 ”*°•.˜”*°• REG •°*”˜.•°*”˜

Yo era un depredador en un mundo de presas, un lobo en un rebaño de ovejas. Y mi presa, el cordero más brillante, era Joan Wilmore.

Lo había estado siguiendo desde temprano. Mi moto, mi única amiga, me había servido de camuflaje, una sombra negra que se movía sin ser vista. Lo había observado en la cafetería, riendo con sus amigos, hablando de cosas que sonaban tan triviales que me dolía la cabeza. Lo había visto en la biblioteca, con un libro en la mano y una expresión de concentración en su rostro, una expresión que lo hacía parecer aún más inalcanzable.

A las 4 de la tarde, mi teléfono sonó, una notificación que me informaba que era hora de ir a la escuela de Joan para ver su partido. Me reí. Mi plan era tan simple que me asustaba. Me vestí con una sudadera con capucha, una gorra de béisbol y unos jeans oscuros. Mi moto rugió, y el rugido ahogó el silencio de mis pensamientos. Me alejé de la ciudad, de la miseria, y me dirigí hacia la luz. Hacia Joan.

Llegué a la escuela a tiempo.

El campo de fútbol estaba lleno de gente, la mayoría jóvenes, que reían, gritaban y se emocionaban con cada jugada. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de nervios y adrenalina. Tenía que hacerlo. Por el dinero, por la libertad, por mi vida.

Observé a uno de los estudiantes del otro equipo y supe qué era lo que debía hacer. Con cuidado, me acerqué con lentitud por detrás y, sin pensarlo dos veces, le di un golpe en la cabeza para desmayarlo. Lo cargué y comencé a caminar hacia el baño para esconderlo ahí, le quité el uniforme y me lo puse; luego, lo encerré en uno de los baños libres de mujeres y me fui.

Me infiltré en el equipo. Mi gorra me cubría la cara, y nadie notó que no era yo. El partido comenzó. La pelota rodaba y la gente gritaba. Me sentía como un extraterrestre en ese campo de juego, un depredador entre presas. Mi plan era simple: jugar sucio, arruinar el partido, y asegurarme de que el árbitro estuviera del lado de Joan.

Pero las cosas no salieron como las había planeado. Joan era bueno, muy bueno. Se movía con la gracia de un animal, su cuerpo una máquina perfectamente aceitada. Y sus ojos, sus ojos brillaban con una pasión que me hizo temblar. No jugaba por la victoria, jugaba por el amor al juego, por el amor a su equipo.

Yo, por otro lado, jugaba para ganar. Jugué sucio, lo empujé, lo golpeé y lo insulté. El árbitro me miró, y su mirada era una mezcla de asombro y de desprecio. Me dio una tarjeta amarilla. Me reí, y mi risa sonó hueca.

La pelota voló, y mi cerebro se activó.

Tenía que ganar, tenía que demostrar que era el mejor, que no era un fracaso.

Me lancé, y con una patada, lancé a Joan por los aires. El ruido de su caída fue como una explosión en mi cerebro. La gente gritó, el árbitro silbó. Pero a diferencia de otras veces, el árbitro se puso de mi lado.

—Fuera, Wilmore —dijo, y en sus ojos vi el odio que había visto toda mi vida en los ojos de mi padre.

Lo echaron del campo. Me levanté, con la rabia ardiendo en mis venas. Miré a Joan. Él estaba en el suelo, rodeado por sus amigos, con una mueca de dolor en su rostro. Sus ojos se encontraron con los míos. Y en ese momento, su mirada no era la de un ángel, era la de un demonio.

Sus ojos, llenos de un fuego que nunca había visto, me hicieron sentir un escalofrío en la nuca.

Se puso de pie, con la rabia ardiendo en su rostro.

—¡Tú! —me gritó, con la voz llena de un odio que me hizo temblar—. ¡Tú, idiota, lo hiciste a propósito!

Me quedé en silencio, con la boca seca.

No podía hablar.

No podía mentir.

Y la verdad, la verdad era un peso que me aplastaba el pecho.

—¿Qué te pasa, imbécil? ¿Te crees gracioso? —me gritó, con los puños cerrados. Sus amigos intentaron calmarlo, pero él no se detuvo—. ¡Te voy a romper la cara!

Se lanzó sobre mí.

Y en ese momento, el mundo se detuvo.

La gente gritó, y el caos se apoderó del campo de juego.

Sus puños golpearon mi rostro, mi pecho, mi estómago. Pero el dolor físico no era nada comparado con el dolor en mi corazón. Me dolía verlo tan enojado, tan desilusionado. Me dolía saber que yo era la causa de su dolor.

—¡Joan, cálmate! —gritó uno de sus amigos—. ¡No vale la pena!

Pero Joan no lo escuchó. Sus ojos, fijos en los míos, eran un pozo de ira y de dolor.

Me empujó, y mi gorra se cayó.

Y en ese momento, supo que era yo. El chico del baile. El chico que lo había hecho reír. El chico que lo había besado.

Sus ojos, llenos de un horror que me rompió el corazón, se abrieron de par en par.

—¡Tú! —me gritó, con la voz temblando—. ¡Fuiste tú!

No podía quedarme.

No podía soportar la mirada de desprecio en sus ojos.

Corrí. Corrí como si mi vida dependiera de ello. Corrí lejos de Joan, lejos de sus amigos, lejos de la luz. Corrí de vuelta a mi mundo, un mundo de oscuridad y de dolor, un mundo donde los demonios no se esconden bajo la cama, sino en sus propios corazones.

Corrí hacia mi moto, mi único refugio. El motor rugió, un rugido que ahogaba el llanto en mi garganta. Aceleré, me alejé de la escuela, de la gente, de la luz. Pero no fue suficiente. De repente, una sombra rubia apareció en la calle. Un cuerpo se puso en medio de la carretera, obligándome a frenar de golpe. Mi corazón se detuvo. Era Joan.

Bajé de la moto, con la rabia ardiendo en mis venas.

—¿Qué quieres de mí? —le pregunté, con la voz llena de un odio que no sentía.

Pero él no se inmutó.

Sus ojos azules, llenos de lágrimas, se encontraron con los míos. Una mirada que me hizo temblar, una mirada que me hizo desear ser alguien más.

—¿Por qué lo hiciste? —me preguntó, con la voz rota—. Me hiciste quedar como un idiota. Arruinaste mi partido. —Negó con la cabeza y algunos mechones de su cabellera rubia le cubrieron los ojos—. Nunca me habían sacado de un partido y ahora tú...

—¿Qué quieres de mí? —volví a preguntar, con la voz más suave.




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