Two wheels, one heart

Capítulo 5 ”*°•.˜”*°• JOAN •°*”˜.•°*”˜

El aire de la noche me golpeó la cara, un frío shock que me sacó de la neblina de rabia y confusión. Me quedé parado en medio de la calle, el motor de la moto de él rugiendo en la oscuridad, una bestia impaciente esperando a ser desatada.

Me di la vuelta, con los puños todavía apretados y el corazón latiendo con la fuerza de un tambor de guerra. Ya no sentía la ira, solo la amarga sensación de la derrota. Me había humillado, me había hecho sentir un idiota. Y por si fuera poco, me había besado. El recuerdo del beso, tan suave y tan intenso, me hizo temblar. No tenía sentido. Nada de esto tenía sentido.

—¡Joan! ¿Estás bien? —La voz de Leo me sacó de mi trance.

Me giré y los vi. Mis amigos, mi equipo. Estaban a unos metros, con la respiración entrecortada y los ojos llenos de preocupación.

Luke, con su rostro amable, se acercó a mí.

—Casi te atropella, Joan. ¿Qué fue todo eso?

Me encogí de hombros, la rabia regresando a mí en oleadas.

—¿Ese tipo? Solo era un idiota en moto. No vale la pena. No entiendo por qué lo hizo, pero no me importa.

Mis palabras sonaron huecas, incluso para mí.

Sabía que me importaba.

Me importaba más de lo que quería admitir.

—¿Ese era el mismo chico de la fiesta? —preguntó Leo, su voz llena de un tono de sospecha.

Me quedé en silencio por un segundo, mi mente revolviéndose con el recuerdo de ese beso. No podía decirle la verdad. No podía decirle a Leo, a mis amigos, a nadie, que ese idiota en moto era el mismo que me había besado, que me había hecho sentir una mezcla de confusión y de excitación que nunca había sentido antes.

—¿Qué? —Vacilé—. No, ni idea —le dije, y mi voz se rompió un poco—. No sé de qué hablas. Solo fue un idiota en moto que se fue. Me importa muy poco.

Leo me miró, y por un segundo, pensé que no me creería. Pero luego, su rostro se relajó y una sonrisa se formó en sus labios.

—Bueno, si tú lo dices... Solo que me pareció familiar.

Me reí, una risa que sonaba hueca incluso para mí.

—No, no lo es. Vayamos a casa. Ya estoy cansado de este día.

Caminamos de vuelta a la escuela, y mientras caminaba, mi mente se volvía una tormenta de pensamientos. ¿Quién era él? ¿Por qué se había metido en el partido? ¿Por qué me había besado? ¿Qué quería de mí? El nombre de Regulus resonó en mi cabeza, un eco de la voz que me lo había dicho. Y me di cuenta de que no lo conocía, pero su nombre se había quedado grabado en mi memoria.

Al día siguiente, mi mente estaba en el partido. Tenía que volver a la escuela y ganar. Tenía que demostrar que yo no era el fracaso que ese idiota en moto me había hecho creer. Me vestí con mi uniforme y me dirigí a la escuela.

El campo de fútbol estaba lleno de gente, pero mi mirada solo se fijó en el banco.

Él estaba allí.

Regulus.

Con su mirada fría, sus tatuajes y su moto.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, con la voz llena de un tono de asco.

—Lo mismo que tú —me dijo, con una sonrisa cínica—. Quiero ver el partido.

El partido comenzó, y mi corazón latía con fuerza. Pero no era por el juego. Era por él. Me sentía como un animal en una jaula, una jaula de la que no podía escapar.

Cada vez que anotaba un gol, lo miraba, esperando una reacción, una sonrisa. Pero no había nada. Su rostro era una máscara de indiferencia, una máscara que me hacía querer romperla.

El partido terminó.

Ganamos.

Pero la victoria no me supo a nada.

Me acerqué a él, y me quedé parado a unos metros, sin saber qué decir.

—¿Qué quieres? —me preguntó, con la voz llena de un tono de aburrimiento.

—No sé —le dije, y mi voz se rompió—. No sé qué quiero.

Me miró, y por un momento, sus ojos se llenaron de una chispa que no había visto antes. Una chispa de curiosidad.

—Lo sé —dijo—. Quieres saber por qué lo hice.

Me quedé en silencio.

Sí, eso era lo que quería.

Se levantó y se acercó a mí.

—Fue una apuesta —dijo, con una sonrisa cínica—. Una apuesta estúpida. Pero me di cuenta de que eras tú, Joan. Y no pude detenerme. Lo siento.

Me quedé en silencio, con el corazón roto en pedazos.

Una apuesta.

Eso era todo.

Solo era una apuesta estúpida.

—Vete —le dije, con la voz temblando—. Vete de aquí.

Se fue, con una sonrisa en su rostro.

Me quedé solo en el campo, con mi corazón roto en pedazos y mi mundo hecho pedazos.

Al llegar a casa, la rutina comenzó. Me preguntaba cuándo iba a terminar todo ese teatro que me estaba destrozando por dentro, ya no lo soportaba más, me estaba volviendo loco. Cada día era un nuevo capítulo de mentiras.

La puerta de mi habitación se cerró con un suave clic, pero en mi mente sonó como el portazo de una cárcel. Me tiré sobre la cama, la mochila aún en mi espalda, el peso de mis libros insignificante comparado con la opresión en mi pecho.

Había dejado a Leo y los chicos en el estacionamiento, alegando un dolor de cabeza que, en realidad, era la excusa más honesta que se me había ocurrido en todo el día.

El silencio de mi cuarto no era un alivio, era una tortura. Cada pensamiento, cada imagen del día, se magnificaba en la quietud.

La furia de la pelea, el shock en los ojos de mis amigos, el rostro de Regulus... sobre todo el rostro de Regulus. La forma en que sus ojos grises se clavaron en los míos, la insolencia en su sonrisa cuando se burló de mí, la traición en su voz al decir que todo era una simple apuesta.

Me revolví en la cama, la ansiedad un nudo en mi estómago que se apretaba con cada recuerdo. La única forma de calmarlo era entender. Entender quién era ese tipo, qué quería de mí, por qué se había metido en mi vida como un huracán y la había puesto de cabeza.

Mi mano, sin que yo me diera cuenta, se estiró y agarró mi teléfono, mi única conexión con el mundo exterior. Abrí Instagram, el icono familiar de una cámara. Mi mente buscaba el nombre. Regulus. Lo escribí en la barra de búsqueda.




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