El traje era una tortura.
Estaba apoyado contra la pared de piedra caliza de El cielo de Ámbar, el restaurante más ridículamente exclusivo de este lado de la ciudad, y sentía que el esmoquin que acababa de comprar con el dinero de los Wilmore era una camisa de fuerza. El cuello de la camisa blanca me ahogaba, y el nudo de la corbata de seda era un grillete.
Olía a nuevo, a limpio, a algo que no me pertenecía.
Olía a mentira.
Mi moto no estaba aquí, por supuesto. Había llegado en un taxi anónimo, dejando el rugido de mi Harley y el olor a aceite quemado en el garaje con Jason. Todo era parte de la fachada, la "inversión" que les había justificado a los Wilmore para obtener el dinero extra. Tenía que elevar el juego, mezclar mi mundo sucio con el suyo limpio, y luego, en el clímax, destrozarlo. La cena elegante era el cebo, la prueba de que yo estaba dispuesto a 'cambiar' por él.
Revisé la hora en mi muñeca, no por impaciencia, sino por necesidad.
Las siete y media.
Joan llegaría en cualquier momento.
El plan estaba grabado a fuego en mi mente: ser el chico que podría ser. Encantador, atento, incluso dulce. El demonio domesticado, listo para ser adoptado por el "Pan de Dios".
Me permití un momento de pánico. El último recuerdo que tenía de Joan era en el taller, cubierto de polvo y aceite, riéndose de la miseria del auto roto. Había aceptado la mentira de ser mi "novio" delante de Jason y yo la suya frente a Marcus. El descaro de ese chico me volvía loco, me desarmaba. Él no era la víctima pasiva que los Wilmore me habían contratado para destruir. Era un adversario activo, un jugador que, sin saberlo, estaba subiendo las apuestas. Era un tipico caso de papis que no conocen a sus hijos y solo los ven como cositas indefensas que no cambian a lo largo de sus vidas.
Mi teléfono vibró en el bolsillo interior del traje, un recordatorio metálico de mi traición. Revisé la transferencia. El dinero seguía ahí, la cifra obscena, brillante y pesada. Cada centavo de esta cena, cada centímetro de seda en mi corbata, cada copa de vino que bebería esta noche, era el precio de su corazón. Tenía que recordarlo.
Esto es un trabajo, Regulus. Es una performance. Él es la llave a tu libertad.
La entrada de Joan fue silenciosa, lo contrario a la mía. No hubo rugido de motor, solo el deslizamiento suave de un auto de lujo que se detuvo junto a la acera. Lo vi salir del vehículo, y mi respiración se detuvo.
Joan no llevaba su uniforme de fútbol, ni sus pantalones de chándal perfectos, ni siquiera la chaqueta de cuero que me había copiado. Llevaba un traje. No un esmoquin, sino un traje azul medianoche, perfectamente cortado, que resaltaba la amplitud de sus hombros y el tono dorado de su piel. Su cabello rubio estaba peinado hacia atrás, revelando la intensidad de sus ojos azules. Parecía una estatua griega que había decidido vestirse para la ocasión. Perfecto, inalcanzable, y ridículamente hermoso.
La reacción fue física, un golpe seco en el estómago. No era la reacción que se tenía ante un objetivo, sino ante un milagro. Me había vestido para él, pero él se había transformado para mí. Este no era el Joan que gritaba en las montañas rusas; era el heredero, el chico que te hacía sentir inadecuado y pobre. Y, sin embargo, en su mirada había una vulnerabilidad palpable, una pregunta silenciosa: "¿Te gusto así?"
Me enderecé, forzando la sonrisa cínica que era mi arma favorita.
—Joan Wilmore —dije, mi voz era más grave de lo habitual. Me acerqué y le tomé la mano, sintiendo la suavidad de su piel contra la mía, el contraste con la aspereza de mis propias manos que trabajaban con aceite y metal—. Llegas a tiempo. Eso es un excelente comienzo.
—No iba a llegar tarde a esta 'inversión' tuya, Reg —respondió, sus ojos brillando con inteligencia. Había captado la esencia de mi mensaje de audio, mi necesidad de demostrarle que podía estar en su mundo si quisiera—. Te ves... diferente. Elegante. Peligrosamente elegante.
—Es el dinero de la traición, Pan de Dios. Hace milagros. Y tú no estás mal. Te ves como un candidato a ser estafado. —Le guiñé un ojo, inyectando la dosis de cinismo necesaria para mantener mi distancia emocional.
Me tomó del brazo, un gesto que me sorprendió por su audacia, y me condujo a la entrada del restaurante.
El interior del El cielo de Ámbar era puro lujo burgués: techos altos, candelabros de cristal que derramaban luz dorada, y un silencio reverente roto solo por el murmullo de conversaciones discretas y el tintineo de la plata.
Nos sentaron en una mesa con vistas a la ciudad, un paisaje de luces que se extendía hasta el infinito, el mundo que Joan estaba dispuesto a sacrificar, y el mundo que yo estaba a punto de conquistar.
El mesero se acercó, y pedí el vino más caro de la carta sin mirar el precio, solo para sentir el poder del dinero.
Joan me miró con una ceja arqueada.
—Desperdicio de dinero —comentó.
—No, Wilmore. Inversión. Esto es parte de la experiencia. Y yo estoy pagando. Por cierto —me incliné hacia él, mi voz era un susurro íntimo—. Mis padres nunca me comprarían un traje así. Esto es un esfuerzo. Aprovéchalo.
Joan sonrió.
Y esa sonrisa, Dios, esa sonrisa era el arma más peligrosa que poseía. Era pura, sin burla, solo alegría.
—Me gusta este esfuerzo, Regulus. Y me gusta que lo hagas por mí.
Alerta interna: El chico está comprando la narrativa. Punto para Regulus.
La conversación fluyó con una facilidad ridícula. Hablamos de todo y de nada. No hablamos de fútbol, ni de motos, ni de nuestros padres. Hablamos de libros que habíamos leído, de lugares a los que queríamos ir. Descubrí que Joan tenía un gusto por la literatura clásica ridículamente antigua, y él se sorprendió al saber que yo leía manuales de mecánica como si fueran novelas de misterio.