Two wheels, one heart

Capítulo 12 ”*°•.˜”*°• JOAN •°*”˜.•°*”˜

El miedo no es un rugido; es un susurro. Un susurro frío y constante que te dice que estás a punto de arruinarlo todo. Y ese susurro se había convertido en la banda sonora de mi vida durante la última semana.

Las citas con Regulus se habían vuelto una rutina sagrada. Una escapada diaria, un oasis de caos y autenticidad en medio de mi vida estéril. Cada tarde, después de mis clases de Finanzas y antes de la cena familiar, nos encontrábamos y no podíamos parar de besarnos.

No siempre era algo elaborado; a veces, solo nos sentábamos en su moto en un mirador oscuro, hablando durante horas de tonterías y verdades profundas. Otras veces, íbamos a sitios que solo él conocía: una sala de billar con poca luz, un puesto de tacos callejero que servía la mejor comida del mundo por un par de dólares, o simplemente al taller, donde Jason siempre nos recibía con una mirada que era una mezcla de burla y aceptación.

Todo era perfecto.

Demasiado perfecto.

Regulus era atento, divertido, y su cinismo se había suavizado, reemplazado por una dulzura inesperada. Hablaba de mis sueños de pintar con una seriedad que mis padres nunca habían mostrado. Se reía de mis chistes de una forma que me hacía sentir que era la persona más graciosa del planeta. Me besaba en la oscuridad, en la luz, en medio de la gente, y cada beso era una reafirmación de que yo no estaba soñando.

Pero la perfección tenía un precio, y ese precio se llamaba mentira.

La mentira a mis padres.

La presión de la verdad era una masa pesada en mi pecho, una roca que crecía cada vez que mi madre, con su tono de hielo y terciopelo, me preguntaba con quién había salido la noche anterior.

—¿Otra vez con Leo? —preguntaba mi padre, sin levantar la vista de su periódico financiero.

—Sí, papá. Estamos estudiando... mucho —mentía yo, y la palabra se sentía viscosa en mi lengua.

Una tarde, no pude más.

La culpa me estaba asfixiando.

La cena era tan formal como siempre: platos de porcelana, copas de cristal, un silencio reverente. Mi madre hablaba de una nueva fundación de caridad que patrocinaban, mi padre discutía la bolsa. Yo no escuchaba. Solo escuchaba el latido de mi propio corazón, diciéndome: Dilo. Diles la verdad. Libérate.

Tomé aire, sintiendo el impulso de mi alma. Mi tenedor tembló sobre el plato.

—Mamá, Papá...

Ambos me miraron al unísono. Dos pares de ojos que no veían a su hijo, sino a su proyecto, a su inversión. Eran ojos fríos, expectantes.

—¿Sí, Joan? ¿Qué pasa? ¿Necesitas dinero para ese viaje de estudios que planeaste con Leo? —preguntó mi padre, ya sacando su billetera.

—No, Papá. Es... es sobre mí. —La palabra se atascó en mi garganta, un nudo de miedo y años de represión.

No se trataba del dinero. Se trataba de ellos.

—¿Tú? ¿Qué pasa contigo, cariño? ¿Estás estresado por los exámenes? Sabes que siempre puedes tomarte un descanso. Tu bienestar es nuestra prioridad —dijo mi madre, su voz era perfectamente calibrada para sonar comprensiva, pero sus ojos permanecían cautelosos.

—No estoy estresado, es solo que...

Mi boca se secó.

No podía hacerlo.

No podía romper la perfección.

No podía ver la decepción, la furia, el rechazo.

El fantasma del ataque de pánico me recordó el costo de la honestidad.

Sentí un ligero mareo.

—Es solo que... mañana tengo un examen muy importante y creo que debo retirarme a estudiar —logré articular, la excusa más patética del mundo.

Mi madre sonrió, su rostro regresó a su máscara de aprobación.

—Eso es mi campeón. La disciplina es clave, Joan. Anda, ve a estudiar. Recuerda, la excelencia no espera.

Me levanté de la mesa, con el pulso a mil por hora. Había fracasado. Había huido de la verdad. Había elegido la cobardía por encima de la libertad. Y la sensación era amarga, como ceniza en la boca.

Regulus me esperaba donde siempre: el Muelle de la Luna, un lugar abandonado cerca del puerto, donde el aire olía a sal, óxido y aventura. Llegué en mi Lexus, pero en lugar de sentir la euforia de la noche anterior, sentí una pesadez.

Lo vi inmediatamente. Estaba apoyado en su moto, una silueta oscura bajo las luces amarillentas del puerto. No llevaba la chaqueta de cuero, sino una sudadera gris desgastada y unos jeans con rotos. Estaba mirando el agua, absorto.

Me bajé del coche, mis pasos resonaban en el cemento.

—Regulus —lo llamé.

Se giró.

Su rostro, iluminado por la luz tenue, era inexpresivo. Y de repente, algo andaba mal. Muy mal.

Su saludo no fue un beso robado ni un apretón en la cintura. Fue un simple asentimiento de cabeza.

—Hola, Joan. Creí que no vendrías. Llegaste tarde. Como de costumbre...

—Lo siento. Tuve un pequeño problema en casa —mentí, odiando la palabra—. Pero estoy aquí. ¿Qué hacemos hoy? ¿Más adrenalina? ¿Más churros?

—Nada de eso. Hoy, solo miramos el agua.

Y ese fue el inicio de la distancia. No era obvia, no era una pelea, era una sutileza letal.

Caminamos hasta el borde del muelle y nos sentamos, las piernas colgando sobre el agua oscura. El aire estaba frío, pero mi corazón estaba helado.

La conversación era unidireccional. Yo hablaba, él respondía con monosílabos. Yo hacía un chiste sobre mi desastroso intento de confesarles a mis padres, esperando su risa cínica y comprensiva, pero él solo dijo:

—Es comprensible. Es tu vida.

—Pero no es mi vida, Regulus. Es nuestra vida. Yo ya elegí. Elegí el caos por encima de la perfección —le dije, mirándolo a los ojos, buscando la chispa, el fuego que me había enamorado.

Pero sus ojos estaban vacíos. O peor: estaban llenos de una culpa silenciosa que no entendía.

—No, Joan. Es tu vida. Yo solo soy un... un pasajero por ahora. Eres tú el que tiene que tomar las decisiones.

La distancia era como un muro de cristal. Podía verlo, podía tocarlo, pero no podía atravesarlo. Intenté tocar su mano, buscando el contacto que siempre había sido mi ancla, pero él movió su mano casualmente, para meterla en el bolsillo de su sudadera.




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