El sobre. Estaba ahí, en el felpudo de mármol de la entrada, justo donde mi pie lo había rozado al salir de la habitación. Un sobre simple, sin sellos, sin remitente. Era demasiado grande para una factura y demasiado informal para una invitación. Me agaché, lo recogí, y sentí un nudo frío en el estómago. Sabía, con la certeza de una revelación divina, que era de Regulus.
Subí a mi habitación, cerré la puerta con llave, y me senté en la cama. Mis manos temblaban mientras rompía el papel. La letra, áspera e inclinada, era inconfundible. La de mi demonio.
Comencé a leer.
La primera línea me golpeó como un puñetazo en el estómago: "Si estás leyendo esto, significa que soy un cobarde, un traidor, y un imbécil."
A partir de ahí, el mundo se detuvo. Leí cada palabra, cada frase, el relato frío y metódico del trato con mis padres. La cifra obscena. El plan para abrirme a ellos y a todos. El papel de Regulus como mercenario emocional.
Cuando llegué a la parte de "La verdad: El amor real", mis ojos estaban nublados por las lágrimas. La confesión de que el plan se había torcido, la brutal honestidad sobre la playa y por qué se había detenido, la admisión de que me amaba con todo lo que era.
“Te amo, Joan. Te amo con todo lo que soy: mi cinismo, mi rabia, mi suciedad. Y es un amor tan puro y tan grande que no puedo condenarte a mi vida.”
Leí la parte de su huida. De la llamada con mis padres, de las amenazas, de cómo había quemado todos los puentes para protegerme. No era una traición cobarde; era un acto de sacrificio monumental. Había elegido perder la vida que quería para salvarme de las garras de mis propios pensamientos.
Dejé caer la carta sobre las sábanas.
El primer sentimiento no fue el dolor, sino la rabia. Una furia volcánica, incontrolable. Me levanté y golpeé la pared con el puño. ¡Estúpido! ¡Estúpido yo por ser tan ciego! ¿Cómo pude ser tan ingenuo? La verdad siempre estuvo allí, en la desconfianza de Regulus, en el miedo en sus ojos. Pero el amor es ciego, y mi necesidad de autenticidad era más grande que cualquier advertencia.
Me sentía sucio, usado, como un experimento fallido. El "Pan de Dios" había sido la rata de laboratorio en un estudio de psicología familiar.
Y luego llegó la traición más profunda: mis padres. Charles y Eleanor Wilmore. Los arquitectos. Los que no solo me juzgaron, sino que pagaron una fortuna para desmantelar mi falsedad. La gente que se sentaba conmigo a la mesa, que fingía preocupación, que me exigía perfección, eran los verdaderos monstruos. Regulus era un simple sicario, pero ellos eran la mafia.
La rabia por ellos me dio una claridad helada. El dolor por Regulus, la culpa por haberlo amado tan intensamente, se transformó en una determinación pétrea. Él había quemado su vida por mí. Yo no iba a desperdiciar ese sacrificio.
Miré de nuevo la carta. Regulus me pedía que lo odiara. Que usara su traición como combustible. Él me había dado la llave, la munición, la verdad desnuda. Y yo iba a usarla.
Bajé las escaleras. Mi corazón latía tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos. El salón principal estaba vacío, pero los encontré en la biblioteca. Mi padre estaba en su sillón de cuero, leyendo un informe. Mi madre revisaba invitaciones para la recaudación de fondos. El cuadro de la perfección burguesa.
Me paré en el umbral. No grité. No lloré. Usé la voz que había aprendido a usar en las reuniones de negocios: clara, concisa y letal.
—Regulus se ha ido —dije.
Mi madre dejó caer el sobre que tenía en la mano. Mi padre dejó el informe sobre su regazo. Ambos se quedaron inmóviles.
—Joan, ¿de qué estás hablando? —preguntó mi padre, su voz era inusualmente tensa.
—De la verdad, Papá. Regulus me lo ha contado todo. El trato, el dinero, el plan para decirles la verdad emocionalmente y obligarme a salir de la jaula. ¿Sabían que no podían controlar mi vida, así que contrataron a un sicario para que me lo hiciera? ¿Tanta es su desesperación por la imagen?
Mi madre se levantó, intentando acercarse.
—Joan, por favor. No es tan simple. Lo hicimos por tu bien. Para protegerte de esa gente, de esa vida...
—¡Para protegerme de mí mismo, Mamá! Para protegerme de la verdad. ¡Ustedes son los que arruinan la vida de la gente! ¿Creen que el dinero puede comprar la felicidad, o el dolor, o incluso el amor? ¡Están enfermos!
Estaba temblando, pero no por el miedo. Por la rabia liberada.
—Joan, cálmate. Vamos a explicarte la situación —dijo mi padre, poniéndose de pie.
—No hay nada que explicar. Pero yo sí tengo algo que decirles. Algo que Regulus me enseñó. Algo que debí haberles dicho hace años. Y lo voy a decir ahora, porque me importa más la verdad que su cheque.
Respiré hondo. El corazón me dolía, el recuerdo de Regulus me daba la fuerza.
—Los amo. Los amo porque son mis padres y me dieron esta vida. Los amo por el sacrificio y el esfuerzo que han hecho por esta familia —dije, sintiendo las lágrimas por primera vez—. Pero yo no soy lo que ustedes quieren. Soy gay. Me enamoré de Regulus porque él fue la única persona que me vio por lo que era, sin un filtro de negocio o de expectativa. Y lo amo. Y no voy a volver a mentir sobre eso, nunca más. Esta casa es una mentira, esta vida es una mentira. Y mi vida no es una transacción.
El silencio que siguió a mi confesión fue la cosa más densa que jamás había experimentado. Esperaba gritos, ira, rechazo, la amenaza de desheredarme. Estaba listo para la guerra.
Mi padre fue el primero en moverse. No se dirigió a mí. Se acercó a mi madre y le puso la mano en el hombro.
Mi madre comenzó a llorar. No con ese llanto silencioso de las señoras de sociedad. Sino con un sollozo profundo, doloroso, que la hizo taparse la boca con las manos.
Ella se acercó, tambaleándose, y yo me preparé para el ataque. Pero en lugar de abofetearme o gritarme, me tomó de la cara, con las manos temblorosas.