Two wheels, one heart

Epílogo

La verdad era un puñetazo, pero la verdad de mis padres, envuelta en lágrimas y amor incondicional, fue un bálsamo sanador. Sabía que el daño de su manipulación tardaría años en sanar, pero el muro de la mentira por fin se había derrumbado. Y ahora, solo quedaba un escombro por recoger: Regulus.

Él había elegido la miseria para darme la libertad. No podía permitirlo. No después de todo lo que habíamos pasado. Él me había enseñado el valor de ser real, y mi primer acto de autenticidad tenía que ser luchar por él.

Estaba sentado en mi habitación, la carta de Regulus arrugada en mis manos, cuando mi padre llamó a la puerta. Entró, con el rostro serio, pero sin la arrogancia habitual.

—¿Qué vas a hacer, Joan? —me preguntó, mirando el papel en mi mano.

—Voy a encontrarlo. Se fue para salvarme. Pero si él no está, no hay nada que salvar. No voy a desperdiciar la libertad que me dio, Papá. Pero la usaré para estar con él.

Mi padre suspiró.

—Él llamó esta mañana. Para romper el trato. Fue... muy duro. Te ama de verdad, Joan. Se lo escuché en la voz.

—Lo sé.

—¿Sabes a dónde va?

—No. Solo dijo que se iba del país. Que iba a un lugar donde el apellido Wilmore no significara nada.

Mi padre sacó su teléfono.

—Yo soy Charles Wilmore, hijo. El apellido Wilmore lo significa todo, incluso en los aeropuertos. Ayer compró un billete. Un vuelo solo de ida a un lugar muy, muy lejano. Y sale en media hora.

Mi corazón se disparó.

—¡Papá! ¿Media hora? Tenemos que irnos. ¡Ahora!

—Sube al coche, Joan. Yo conduzco. Vamos a traer a ese muchacho a casa.

La carrera hacia el aeropuerto fue una locura. Mi padre conducía el Lexus como si fuera la Harley de Regulus, rompiendo todas las reglas que solía imponer. Mi madre iba sentada en el asiento trasero, llorando y rezando, pero con una sonrisa firme en el rostro.

Era la primera vez que los veía realmente unidos por algo que no fuera el dinero: mi felicidad.

Llegamos a la terminal. Mi padre, usando sus contactos, nos llevó a un área de acceso restringido.

—El vuelo de Regulus ya está en la fase final de embarque. Tienes cinco minutos, Joan. ¡Corre, hijo! ¡Ve a buscarlo!

Salté del coche. Mi respiración ya estaba agitada. Corrí por los pasillos, pasando a la gente, sin importarme nada más que la silueta de mi demonio en la moto.

Llegué a la puerta de embarque. El pasillo de acceso al avión estaba casi vacío. Y ahí estaba. Regulus. De espaldas a mí, con una mochila al hombro, a punto de entregar su boleto en la entrada del avión.

—¡Regulus!

Grité su nombre con toda la fuerza de mis pulmones. Un grito que era amor, desesperación y perdón.

Regulus se detuvo en seco. Se volteó lentamente, con el boleto en la mano. Su rostro, que había intentado ser una máscara de dureza, se deshizo al verme. Sus ojos, siempre tan cínicos, se abrieron de par en par, llenos de sorpresa, miedo, y una esperanza brutal que no podía ocultar.

—¡Joan! ¿Qué... qué haces aquí? —preguntó, su voz era un hilo.

Corrí hacia él, sin detenerme. No me importaron los empleados del aeropuerto, ni los pocos pasajeros que quedaban. Llegué a él y lo tomé por los hombros.

—No te vas a ir —dije, mi respiración era superficial, mi voz temblaba—. No vas a desperdiciar tu vida por mi culpa. Ya lo sé todo. Sé del trato, sé de mis padres, sé de tu sacrificio. Y me da igual. Me da igual el dinero, me da igual el apellido, me da igual todo. Solo me importa una cosa.

Acerqué mi rostro al suyo. Podía ver las lágrimas formándose en sus ojos, pero él intentaba ser fuerte.

—¿Qué cosa, Joan? No merezco que me perdones. Tienes que odiarme —susurró.

—Te amo, Regulus —dije, mi voz era un grito de guerra—. Te amo. Y el trato se cancela. Mis padres lo saben. Lo aceptaron. Y tú no vas a irte a ese lugar. Tú eres mi hogar.

Las lágrimas de Regulus se desbordaron. Su rostro se torció en una expresión de dolor y éxtasis. Él no intentó decir nada más. Su mano subió a mi nuca, y me acercó a él.

El abrazo fue la única cosa real en esa terminal fría. Un abrazo de cuerpos que se reconocían, que se necesitaban, que se habían extrañado durante una eternidad.

Y luego, el beso.

El beso fue la culminación de todo: el miedo, la rabia, la traición, el perdón y el amor. Era un beso que sabía a sal y a despedida evitada. Un beso que sellaba un futuro que ninguno de los dos había creído posible.

Nos separamos, jadeando, sus ojos brillando con una luz que nunca había visto.

—Te amo, Joan. Te amo, Pan de Dios. Y estoy tan jodidamente asustado —dijo Regulus, riendo y llorando al mismo tiempo.

—Ya no. No más miedo. Eres mío. Y nos vamos a casa. Juntos.

Regulus miró el boleto de avión, lo rompió en dos y lo tiró al suelo. La libertad ya no estaba en un destino lejano; estaba aquí, en mis brazos.

Mi padre apareció, sonriendo desde lejos. Nos dio un pulgar arriba.

—Vamos, chicos. Tienen una vida que construir.

Tomé la mano de Regulus. Él era un mercenario, un traidor, un demonio, y la única persona que había visto al verdadero Joan Wilmore. Y yo, el Pan de Dios, había encontrado mi lugar: al lado de mi demonio en la moto. Habíamos roto las reglas y, al hacerlo, habíamos encontrado nuestro final feliz.

¿Quién iba a decir que un trato con mis padres me iba a traer al amor de mi vida, que me abriría a la realidad, a descubrir quién soy y lo que deseo en mi vida? Nunca imaginé que la traición me iba a ser el hombre más feliz del mundo, pero ahora vivo la vida que quiero.

Soy Joan Wilmore y estoy enamorado de Regulus.




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