En un reino bañado por la luz plateada de la luna, se erguía un templo olvidado por el tiempo. Allí, una única sacerdotisa velaba, noche tras noche, por el regreso de los Siete Tronos del Ocaso, entidades antiguas que ella servía con fervor sagrado.
Una noche, el suelo del templo comenzó a temblar. Una presencia jamás sentida se abrió paso. El aire se volvió denso, como si la muerte misma se hubiera presentado. Las velas se extinguieron sin viento alguno. La sacerdotisa, siempre serena, cayó de rodillas. Un terror ancestral se apoderó de su cuerpo. Nunca antes había sentido algo así... hasta que él llegó.
El Rey Corrupto cruzó las puertas del santuario como si la oscuridad le obedeciera. Su sola presencia marchitaba las flores, ennegrecía los muros, y un hedor a muerte lo envolvía. Su mirada era la de un hombre que el mundo había olvidado hacía siglos.
—Levántate —ordenó, su voz grave y profunda como un abismo.
Pero ella no pudo. El miedo la clavaba al suelo, su cuerpo temblaba, su aliento era un hilo frágil. Entonces, algo cambió. La opresiva oscuridad comenzó a disiparse. El aire, a volverse liviano. Y ocurrió lo impensable.
El rey se acercó, se arrodilló frente a ella, y con una ternura desconcertante, le acarició la mejilla. Sus dedos estaban fríos, pero su toque era... humano. Sus ojos, antes vacíos, ahora eran infinitamente tristes. Y con una voz dulce, que rompía con todo lo que él parecía ser, murmuró:
—No te haré daño. Levántate... y sírveme.
El corazón de la sacerdotisa, que debería haberse encogido de terror, latió con fuerza por otra razón. Aquel ser temido por todos le hablaba con una delicadeza casi imposible. Su belleza no era la de la luz, sino la del abismo: trágica, intensa… ineludible.
Y sin saber por qué… ella se enamoró.
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Una niña de cabellos morados y ojos tan azules como el cielo estrellado escuchaba, fascinada. Su mirada brillaba con constelaciones ocultas, mientras se acurrucaba entre las sábanas.
—¡Wow! ¡Qué hermoso! —exclamó, con la emoción vibrando en su voz.
La abuela soltó una risa suave, tan dulce como una canción de cuna, acariciando con ternura los rizos oscuros de la pequeña.
—¿Verdad que sí, mi pequeña Onyx? La historia de la sacerdotisa y el Rey Corrupto es una de las más antiguas… y más hermosas. ¿Quieres que continúe?
Onyx asintió con entusiasmo.
—¡Sí! ¡Sí, por favor!
La abuela se acomodó mejor en su mecedora, y la luz de la luna derramó su resplandor sobre la habitación, como si también quisiera escuchar la historia.
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Pasaron los meses, y la sacerdotisa supo que el tiempo era su enemigo. Solo tenía un año, un ciclo solar, para cumplir su misión: conquistar el corazón del Rey Corrupto. Una tarea que parecía destinada al fracaso. Él era un ser endurecido por siglos de guerras, traiciones y pactos rotos. Su corazón era una muralla de hielo. Su crueldad, ley en todos los reinos que gobernaba.
Pero la sacerdotisa no era una mujer común. Llevaba consigo un poder ancestral y una fe inquebrantable. Probó todos los caminos: la ternura, la compasión, los secretos de su orden. Incluso arriesgó su vida para salvar al rey de un atentado. Durante cuatro meses, él no reaccionó. Era como hablarle a una estatua de obsidiana.
Hasta que, en la luna del quinto mes, durante la Noche de los Ecos, el rey la vio rezando por él, a solas, sin testigos, sin motivos ocultos. Rezaba por su alma, por su dolor… por sus pesadillas.
Y en ese momento, algo se quebró.
No fue inmediato. Pero fue real.
Empezó a buscarla con la mirada. A hacerle preguntas. A escucharla. Ella no lo forzaba. Solo lo acompañaba.
Y cuando menos lo esperaban, el amor floreció. Como una flor en un campo de cenizas.
Se unieron. Y de la luz y la oscuridad nació una niña: Mabel.
No era una niña común. En sus ojos brillaban los secretos del mundo. Portaba la sabiduría de su madre y la fuerza de su padre. Era una promesa. Una esperanza.
El Rey Corrupto se convirtió en hombre. Abandonó su corona y su trono. Viajó con su familia a través del mundo: conoció a los elfos del Bosque de las Lunas Plateadas, dialogó con los sabios enanos del sur, cruzó desiertos custodiados por jinetes de fuego. Hablaron con dragones durmientes, arcanistas flotantes y nómadas del cielo.
Fueron felices.
Pero el mundo no perdona.
El nacimiento de Mabel, heredera del rey que una vez fue oscuridad, despertó temor. Las razas —humanos, elfos, naga, djinns, orcos, gárgolas, centauros— formaron una alianza secreta. Temían lo que ella podría llegar a ser.
Una noche sin luna, mientras el rey estaba lejos, vinieron por ellas.
Quemaron su hogar. Capturaron a la sacerdotisa y a la niña. No hubo juicio. No hubo clemencia.
Las crucificaron en la colina más alta, para que el mundo viera el castigo.
Para que el amor del Rey Corrupto muriera para siempre.
Cuando él regresó, ya era tarde.
Gritó. Lloró. Cayó de rodillas ante sus cuerpos inmóviles.
Y en ese instante, su alma se rasgó.
Del hombre que había sido, no quedó nada.
Solo dolor. Y fuego.
Su grito desgarró los cielos. Su ira ennegreció los mares.
Uno a uno, los universos cayeron bajo su sombra.
Ya no había padre. Ni rey. Ni amor.
Solo quedaba la sombra.
Y su luto.
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—El final nunca me gustó… —susurró Onyx, abrazando su muñeca de trapo— ¿Por qué las personas son así?
La abuela se sentó al borde de la cama, suspirando suavemente. Su mirada se perdió en recuerdos lejanos.
—A veces, mi niña, el miedo hace que la gente haga cosas terribles… cosas de las que nunca se recuperan. Y esas decisiones… tienen consecuencias. Incluso cuando creen estar haciendo lo correcto.
Se inclinó y besó la frente de Onyx, justo donde su cabello comenzaba a ondularse con rebeldía.
—Pero él fue feliz, ¿no? El rey... cambió. Amó. Tuvo una familia… —insistió la niña, con una inocencia que dolía de tan pura.
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Editado: 23.04.2025