En el vasto y colorido reino de los humanos, donde las torres tocaban el cielo y los mercados siempre rebosaban de vida, hoy era un día especial. El sol amaneció vestido de oro, como si incluso él quisiera rendir tributo al evento más esperado del año: la Festividad de las Cinco Lunas.
La pequeña Onyx, de apenas seis años, despertó con el corazón palpitante de emoción. Desde hacía semanas no hablaba de otra cosa que no fuera la festividad. Era uno de los eventos más antiguos y sagrados del reino, donde se honraba a las legendarias Sacerdotisas de las Cinco Lunas Antiguas, guardianas del equilibrio entre los mundos.
El reino estaba cubierto de faroles flotantes, cintas doradas y estandartes de colores pálidos que simbolizaban cada una de las lunas: la luna del espíritu, la del tiempo, la del destino, la de la sombra y la del corazón. En las calles se escuchaban risas, cánticos antiguos y el tintinear de campanas que anunciaban el inicio de la celebración.
Onyx iba de la mano de su abuela, la Reina Athela, una mujer de porte elegante y mirada serena, con cabellos de plata que caían como cascadas sobre su espalda. Aunque su corona descansaba en palacio, su presencia era reconocida en cada rincón. Vestía un manto azul oscuro con bordes de lunares plateados, símbolo de su linaje y conexión con las antiguas sacerdotisas.
—¡Abuela, abuela! ¿Ves eso? ¡Están lanzando polvo de estrellas desde la torre del oráculo! —exclamó Onyx, señalando con su helado en mano.
—Lo veo, mi pequeña estrellita —dijo Athela, acariciándole el cabello con ternura—. Dicen que quien atrape un copo de ese polvo tendrá sueños verdaderos esta noche.
—¡Entonces tengo que atraparlos todos! —rió Onyx, dando un salto y casi dejando caer su helado.
La reina soltó una risa suave, sujetándola antes de que tropezara.
—Ten cuidado, no queremos que pierdas tu sabor favorito.
—¡Pero es de cristalina de luna! Solo la hacen una vez al año... ¡No puedo perderlo!
Mientras caminaban entre los puestos, los músicos comenzaban a tocar melodías tradicionales con flautas de jade y tambores de madera lunar. Un grupo de niños corría con máscaras de lunas sonrientes, mientras los adultos lanzaban pétalos blancos al viento. En una plaza central, bailarinas con vestidos flotantes danzaban representando la unión de las cinco lunas.
—Abuela, ¿tú conociste a las sacerdotisas? —preguntó Onyx con los ojos brillando de curiosidad.
La reina sonrió con nostalgia.
—Solo a la última de ellas. Era una mujer sabia, con una voz como el viento del amanecer. Me enseñó que cada luna está dentro de nosotros, que todos podemos ser luz en la oscuridad... como tú, pequeña estrella.
Onyx bajó la mirada, pensativa. Luego, con una sonrisa tímida, levantó su helado.
—Entonces... brindaré con mi helado por ellas.
Athela rió dulcemente y alzó también un cucurucho que un comerciante le había regalado en secreto.
—Brindemos, entonces —dijo la reina—. Por las cinco lunas... y por ti, mi Onyx, que algún día brillarás más que todas ellas juntas.
Y así, entre luces flotantes, risas de niños y canciones ancestrales, la festividad siguió su curso. Pero para la pequeña Onyx, ese momento junto a su abuela sería un recuerdo eterno: una promesa de magia, legado... y destino.
Pero la dicha no siempre perdura…
Justo cuando Onyx y la reina alzaban sus helados para brindar por las lunas, un temblor leve sacudió las calles del reino. Al principio, nadie le dio importancia; pensaron que quizás era parte del espectáculo —algún truco con magia ancestral o un artefacto de los alquimistas.
Sin embargo, segundos después, el suelo volvió a vibrar, esta vez con más fuerza, haciendo que las farolas tintinearan y los puestos temblaran. El aire cambió. Una brisa gélida, imposible para la época, cruzó como un susurro que helaba los huesos. Las risas se apagaron. Los músicos detuvieron sus notas, y los danzantes quedaron congelados en mitad del movimiento.
De pronto, un rugido lejano rasgó el cielo.
Las nubes, que antes flotaban suaves y brillantes, se volvieron densas, grises, como si un velo de oscuridad cayera sobre el reino. Entonces lo vieron: una estela de fuego y sombra atravesó el firmamento, cayendo desde lo alto como si las propias estrellas la hubieran rechazado. La figura, envuelta en llamas negras y relámpagos violetas, se estrelló a lo lejos, justo en el Bosque de las Estrellas Silenciosas. El impacto sacudió toda la tierra, haciendo que varios ciudadanos cayeran al suelo, y un aullido inhumano pareció surgir desde el cráter.
El aire se volvió denso. La aura de frío se intensificó, y la magia del festival se desvaneció como si jamás hubiese existido.
—¡Onyx! —dijo la reina Athela mientras abrazaba a su nieta con fuerza, protegiéndola del temblor y del miedo creciente.
La pequeña se aferró a su abuela, con los ojos abiertos de par en par, sin entender lo que pasaba.
Entonces, varios guardias reales llegaron corriendo entre la multitud, con sus capas agitadas por el viento repentino y sus lanzas brillando bajo la luz pálida que quedaba.
—¡Mi reina! ¿Está bien? —gritó uno de ellos, con el rostro tenso por la preocupación.
—Sí, sí, estoy bien —respondió Athela, liberando suavemente a Onyx del abrazo—. No se preocupen por mí. ¡Vayan al bosque! Asegúrense de que todos estén a salvo… y averigüen qué fue lo que cayó.
—¡Sí, mi reina! —fue lo último que dijo el capitán antes de marchar, seguido por otros guerreros.
El pueblo entero comenzó a murmurar. Madres llamaban a sus hijos, comerciantes cerraban sus puestos, y los magos del consejo alzaban sus varas para percibir la energía que acababa de perturbar el equilibrio del reino.
Onyx miraba el cielo, aún temblando un poco. Su helado se había derretido, goteando entre sus dedos, pero no parecía notarlo.
—Abuela… eso no era una estrella, ¿verdad?
Athela, con la mirada fija en el horizonte, entrecerró los ojos. Sus sentidos, entrenados en viejas artes, sentían un eco familiar… pero oscuro. Algo antiguo había despertado.
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Editado: 23.04.2025